LOS JACOBITAS, RAMSAY
y la masonería escocesa
y la masonería escocesa
Por:
Eduardo R.
Callaey
Una de las cuestiones más
apasionantes en la historia de la masonería es la aparición de la tradición
caballeresca en Europa continental, llevada allí por los masones escoceses
exiliados luego de la caída de la Casa de los Estuardo. Esta tradición dio
origen al templarismo masónico, presente en muchos de los ritos que se
practican en la actualidad. El más grande de esos movimientos del siglo XVIII
fue, sin dudas, la Orden de la Estricta Observancia, creada por el barón von
Hund. Sin embargo, no puede comprenderse este proceso sin analizar la situación
de la masonería de esa época y principalmente el papel jugado por Ramsay y los
jacobitas en Francia. El Régimen Escocés Rectificado, establecido en el
Convento de Wilhelmsbad, fruto de la unión de los masones rectificados de la
denominada Reforma de Lyón y la Orden de Caballería de la Estricta Observancia,
es heredero de esta tradición que ha perdurado también en otras corrientes, a
veces con mayor impronta cristiana y otras algo desdibujadas.
Este artículo,
necesariamente extenso, trata de indagar sobre el origen de esta corriente y
forma parte de El otro Imperio Cristiano, libro que escribí con el fin de
establecer los vínculos entre masones y templarios.
1.- El contexto europeo
Durante el período comprendido entre el siglo XVI y el
XVII, la sociedad europea sufre una profunda crisis religiosa. Inglaterra -país
en el que se establece formalmente la primera Gran Logia de masones libres y
“aceptados" en 1717- se verá afectada, no sólo por los profundos
conflictos religiosos -iniciados con la Reforma y seguidos con la ruptura entre
Enrique VIII y Roma- sino también por una interminable sucesión de guerras
entre las distintas casas reales que gobernaron el reino a lo largo de ese
extenso período de tiempo. Dice Tort-Nouguès: “...el problema que se
plantea a los hombres de esta época, primero en el siglo XVI y en el XVII, en
Europa en general y en Inglaterra en particular, es la ruptura de la unidad
cristiana, el cisma religioso de Europa, como consecuencia de la Reforma...
Esta dramática ruptura provoca conflictos y guerras, que asolan toda Europa y
destrozan a los hombres de esta época...”[1]
El violento quiebre de la unidad cristiana debió
impactar en las logias de francmasones cuya historia, origen y sentido, estaban
fuertemente anclados en el catolicismo romano. El trágico proceso de la
Reforma, disparado por la excomunión de Martín Lutero en 1521 y la posterior “Confesión
de Ausgburgo” de 1530, tendría inmediatas consecuencias para la
cristiandad, y para la masonería. En Inglaterra, el monarca reinante, Enrique
VIII, se alineó con Roma y exigió al Emperador del Sacro Imperio “mano dura con
Lutero”. El papa León X- en una muestra de la relación que existía entre el rey
y la Iglesia- llega a concederle el título de “Defensor Fidei”, en
mérito a su escrito sobre el misterio de los “Siete Sacramentos”. Pero
la situación se modificó radicalmente como consecuencia de la conocida demanda
de Enrique VIII que exigía de Roma la disolución de su matrimonio con Catalina
de Aragón, que no había podido darle una sucesión masculina.
Pese a la resistencia de su canciller, Tomas Moro (1478-1535) y del cardenal
John Fisher (1459-1535) –ambos ejecutados a raíz de su oposición a la
supremacía eclesiástica del rey- Enrique VIII se convierte, en 1534, mediante
el llamado “Acto de Supremacía”, en Jefe de la Iglesia Anglicana. “Seguía
así –dice Günter Barudio[2]- a sus
vecinos del norte, Dinamarca y Suecia, fundando con una serie de medidas una
iglesia estatal que garantizaba al rey la posición de “summus episcopus” y le
convertía en soberano absoluto de la Iglesia en las cuestiones religiosas y,
sobre todo, en los asuntos relativos a la propiedad.
Su nueva esposa, Ana Bolena –que seguiría a Moro y
Fisher en el camino del cadalso- le dio una hija que reinó con el nombre de
Isabel I, pero la imposición de su derecho sucesorio costó “un elevado tributo
de sangre”. La acción de Enrique VIII trajo a Inglaterra graves enfrentamientos
religiosos y dinásticos que se prolongarían durante los próximos dos siglos,
dando nacimiento a los conflictos entre “Estado Nacional” e “Iglesia
Universal”, y entre “Iglesia Nacional” y “Autonomías Regionales”.
En el transcurso de estos dos siglos, Inglaterra se convirtió en el “Reino
Unido”, incluyendo a Irlanda desde 1534 y a Escocia desde 1707. En ese lapso se
sucedieron, una tras otra, las casas Tudor, Estuardo, Orange y Hannover, amén
de revoluciones, guerras diversas y hasta una República efímera. Pero fue
también una época signada por grandes descubrimientos científicos y una
profunda transformación de las ideas que darían nacimiento a la ciencia
moderna. Como ya hemos visto, muchos de aquellos hombres que formaron la Real
Sociedad mantenían vínculos estrechos con los círculos masónicos y rosacruces.
La francmasonería, en plena transición, no podría
haberse abstraído de estos conflictos, pese al aséptico cuidado que dirigentes
como James Anderson y Jean Theophile Désaguliers tuvieron al establecer
los antiguos linderos y escribir las Constituciones que regirían la nueva etapa
de los masones “libres y aceptados”. Y si bien estas constituciones,
herederas legítimas de los antiguos documentos de la Corporación, conformaron
el marco definitivo de la denominada “masonería simbólica”, no dejan de
ser la visión particular que, en su lugar y su tiempo, tuvieron los autores que
asumieron la responsabilidad de otorgarle a la masonería moderna su propia versión
de sí misma.
2.- La Escuela Andersoniana
James Anderson, (1684-1746) –un escocés, doctor en
filosofía y notable predicador presbiteriano- fue el compilador del famoso “Libro
de las Constituciones”, una obra que escribió con el apoyo y la supervisión
de Jean Theóphile Désaguliers (1683-1744), un importante personaje de la
Inglaterra de principios de siglo XVIII y Gran Maestre en 1719, sucesor de
Jacobo Payne. La obra le había sido encomendada en 1721 por la Gran Logia de
Inglaterra, presidida entonces por el controvertido duque de Warthon. En ella
debía“...compilar y reunir todos los datos, preceptos y reglamentos de la
Fraternidad, tomados de las Constituciones antiguas de las logias que existían
entonces...”[3]. La primera
edición se conoció en 1723, y hubo, aun, dos posteriores, en 1738 y en 1746.
Aunque en la actualidad ningún historiador serio citaría a Anderson como una
fuente indubitable, lo cierto es que sobre sus “Constituciones” descansa gran
parte del éxito de la masonería moderna. Amado y criticado, Anderson es el
paradigma, junto a Désaguliers, de la masonería hannoveriana de principios del
siglo XVIII.
En su visión, la Fraternidad tenía un origen
inmemorial. Sobre aquella pretérita organización de noble linaje se habían
organizado luego las logias operativas medievales, antecedente directo de la
Gran Logia de Inglaterra que constituía, por derecho propio, la verdadera y
única francmasonería. Sobre la repercusión de su obra conviene citar al
historiador francés Bernard Faÿ: “...El libro, redactado con sumo
cuidado, se convirtió pronto en estatuto para cada logia y en breviario para
cada masón en particular; todo miembro nuevo debía estudiarlo y se debía leerlo
en la iniciación de cada hermano. En todo lugar donde apareciese, durante el
siglo XVIII la Constitución de los Francmasones, se fundaban logias y vivía la
masonería. La obra fue traducida al francés en 1745; al alemán en 1741; se
publicó en Irlanda en 1730; Franklin hizo una edición americana en 1734, y
desde entonces, no ha dejado de ser reimpresa...”[4]
Anderson plantea la continuidad histórica desde las
edades míticas, la unidad filosófica, la universalidad geográfica y –lo que es
aun más audaz- la unidad de acción de la francmasonería. En el otro
extremo Alec Mellor llega a decir que “...la Orden Masónica no es sino
un ideal. La francmasonería no existe, Sólo existen obediencias masónicas...” La
realidad indica que el desarrollo histórico de la francmasonería ha sido
desigual en cada país y que, desde la fundación de la masonería moderna, esta
se ha venido fragmentado severamente.
Mientras esto ocurría en las Islas Británicas, la Orden se expandía con rapidez
vertiginosa en Francia, país en el que nacerían las primeras estructuras
“filosóficas” con serias pretensiones de autoridad sobre los grados simbólicos.
Estas estructuras filosóficas desencadenaron una larga y caótica etapa de gran
confusión en la Orden. Como veremos, muchas voces de honestos masones se
alzaron en contra del verdadero pandemonium de títulos y grados que
desvirtuaban -según el criterio de muchos- los antiguos principios de la
Corporación y desviaban su objetivo y su razón de ser. Pero la masiva adhesión
que estos sistemas concitaron nos debería llevar a reflexionar acerca de las
razones que hacían que nobles y burgueses se sintieran cautivados por estos
ritos y misterios que anunciaban ser portadores de una tradición arcana y
ancestral.
Si la masonería operativa medieval había sido una monumental herramienta para
la construcción de la civilización occidental, la masonería neotemplaria
encarnaba la Tradición con un nuevo rostro. Si la masonería operativa había
erigido la inmensa red de catedrales y monasterios que tapizaban Europa, esta
otra prometía –en un período de profunda crisis moral y espiritual- la reconstrucción
del Templo Interior y la Jerusalén Celeste.
3.-La francmasonería jacobita
Hacia 1730, las tensiones entre la francmasonería hannoveriana y la
escocesa se habían acrecentado. Londres trataba de mantener su tutela sobre las
logias francesas, a la vez que observaba de cerca la actividad de los numerosos
estuardistas exiliados en Francia. Se sabía que –al menos desde 1728- las
logias masónicas bajo control jacobita mantenían una fuerte presencia en el
litoral marítimo francés y en algunas ciudades importantes del interior. En
estas logias seguía en aumento la constitución de nuevos capítulos de “Elegidos”,
un grado masónico no previsto en los rituales oficiales de la masonería inglesa
“reorganizada” en 1717. La principal preocupación de los ingleses era que en
estos capítulos se urdía la trama de la conjura estuardista.
Los ideólogos de la Gran Logia de Londres habían promulgado en 1723 una “Constitución
para los masones aceptados” en las que se había evitado minuciosamente
cualquier referencia a las antiguas tradiciones escocesas acerca de un vínculo
“cruzado” o “templario” en la francmasonería. Con la misma
minuciosidad se había evitado cualquier referencia a la religión
católica, a la Santísima Trinidad, y a la Virgen María, referentes
habituales en los centenares de reglamentos escritos por las antiguas
corporaciones de masones. Todas aquellas advocaciones habían sido suprimidas y
reemplazadas por una fórmula más simple que sólo hacía referencia a la “Religión
que todos los hombres aceptan”. De este modo, el espíritu protestante de
los redactores de aquellasConstituciones -adecuado a las múltiples
expresiones que el cristianismo tenía en Inglaterra y, principalmente, a la
religión de los príncipes gobernantes de la casa Hannover- había desplazado la
antigua tradición romana de los canteros.
En cambio, los masones de Escocia e Irlanda, así como muchos masones
ingleses, mantenían aquella tradición, a la que habían sumado la “conciencia”
de una antigua herencia que se remontaba a los tiempos de las cruzadas. A ello
hay que sumarle la acción de los rosacruces que habían agregado no pocos
elementos provenientes de su propia doctrina. Estos hombres constituían en su
conjunto la elite jacobita exiliada en Francia.
Imposibilitados por los acontecimientos políticos y transplantados desde
sus propias tierras insulares al continente, nada podían hacer para imponer su
visión de la tradición masónica en Inglaterra. Allí, la batalla había sido
ganada por lo que Bernard Fay denomina “La conspiración de los pastores”,
en obvia alusión al carácter protestante de la cúpula política de la Gran Logia
de Londres.
En Francia, en cambio, habían encontrado el camino abierto para sus
tradiciones y un suelo fértil. Se podría decir más que eso: Un campo arado.
La masonería hannoveriana había actuado rápidamente y ya hacia 1725
funcionaban logias en París bajo los auspicios de la Gran Logia de Londres. El
éxito había sido rotundo. Pero no pudo evitar la presencia y la influencia de
la francmasonería jacobita, que había logrado gran ascendencia en la nobleza
francesa y cierta “sintonía” en la supervivencia de algunas antiguas
tradiciones en la masonería operativa gala, similar -en algunos aspectos- a la
antigua tradición insular.
4.- Avances de la tradición “escocesa” en Francia
Para 1735 la ecuación parece volcarse hacia la masonería jacobita.
Por entonces, la diferencia fundamental entre ambas corrientes masónicas se
centraba en el concepto de “caballería cristiana”, en el simbolismo
templario -propio de los escoceses- y en su perfil
marcadamente católico. Mantenían una política selectiva, dirigida
principalmente a la captación de nobles y religiosos, pero evitaban la
presencia de toda connotación “cruzada” en los grados simbólicos,
reservándola para las cámaras capitulares en manos de la aristocracia.
Introducida esta diferencia, comienza a formarse una nueva jerarquía
masónica entre ambas estructuras. André Kervella afirma que mientras en la
masonería simbólica el reclutamiento era bastante libre –se permite el ingreso
de comerciantes y de la alta burguesía-, en la segunda respondía a un deseo de
selección, “de elitismo pronunciado”, de allí la imagen de “elegidos”.
Las logias que trabajaban en los regimientos estuardistas estacionados en
Francia parecen haber tenido un papel preponderante en la incorporación de
nuevos adeptos, principalmente entre militares –nobles en su mayoría- tanto
franceses como de otras nacionalidades, en campaña sobre el Rhin y en Italia.
Por otra parte la aristocracia militar francesa, que simpatizaba con la
causa estuardista, comienza a emular el espíritu de aquellas logias militares
escocesas, formando una suerte de “telón de fondo sobre el cual se
destaca ya una versión rudimentaria de lo que luego se denominaría escocismo”.
Kervella menciona a modo de ejemplo los regimientos de Bonnac de Boulonnais y
de Traisnel, cuyos capitanes eran venerables de las logias de
dichos cuerpos militares.[5]
Los escoceses estaban muy cerca de controlar la masonería
francesa. Pero debían introducir cambios en su propia “Constitución” si
pretendían asegurarse un contexto acorde con sus tradiciones. Como hemos dicho,
en la base del “mito” masónico escocés existía un fuerte
cristianismo que daba sentido y estructura a todo el edificio. Había en ellos
un ideal de restauración, de retorno a la antigua caballería cuyo objeto –desde
siempre- se había centrado en la construcción de un Imperio Cristiano. De allí
su espíritu de cruzada, identificado y trasladado en este caso a su propia “epopeya
nacional”, su imperativo inmediato: El restablecimiento de la dinastía
católica de los Estuardo en el trono de Inglaterra.
En 1735 se redactaron “Los antiguos deberes y ordenanzas de los masones”
en los que se incluye una frase que contrasta radicalmente con las
Constituciones inglesas. Ya no se habla de la “religión que todos
los hombres aceptan” sino de “la religión cristiana en la que todo
hombre conviene”.
No era una diferencia menor si se tiene en cuenta el carácter “universal”
que desde un principio se le pretendió otorgar a las “Constituciones de
Anderson”. La redacción de este documento constituyó un hecho de la mayor
importancia, cuyas consecuencias se verían de inmediato y afectarían a la
francmasonería durante largo tiempo.
Su importancia puede medirse desde varios ángulos, todos ellos relevantes:
El primero tiene que ver con la fe de los redactores y su interpretación de
las tradiciones corporativas de la francmasonería; al establecer el carácter
restrictivo de una masonería cristiana, los “escoceses” aseguraban el
camino a sus tradiciones templarias en la naciente francmasonería francesa, que
ahora controlaban.
El segundo es revelador: Una gran cantidad de clérigos formaban parte de la
francmasonería escocesa. Muchos de ellos eran monjes benedictinos y
–como veremos- los abades franceses jugaron un rol fundamental en la expansión
de la masonería “capitular” en Francia. Tan importante como el que
habían tenido en los tiempos pretéritos de las logias medievales. ¿Cómo no
imaginar la influencia benedictina en la incorporación del carácter “cristiano”
de la nueva regla?
Desde otro ángulo, no menos importante, puede decirse que se estaban
sentando las bases para la creación de una masonería verdaderamente francesa,
independiente de la Gran Logia de Londres.
El documento de 1735 lleva el título de “Les devoirs enjoints aux maçons
libres”. Parece continuar con las “Constituciones” de Anderson, sin
embargo, surge claramente la diferencia planteada en la que el perfil cristiano
de la francmasonería francesa queda abiertamente expuesto, en contraposición al
texto “deísta” de Anderson.[6]
El manuscrito ofrece otros puntos de interés para nuestro estudio. Las
primeras quince páginas reproducen los denominados “Deberes ordenados a los
masones libres”. Luego, se transcriben los “Reglamentos Generales”
establecidos oportunamente por Felipe, duque de Wharton, Gran Maestre de las
logias de Francia. Pero el texto anuncia “cambios hechos por el actual Gran
Maestre, Jacques Héctor Macleane, caballero Baronet de Escocia, y a quien han
sido concedidos con la aprobación de la Gran Logia en la gran asamblea
celebrada el 27 de diciembre de 1735, día de San Juan Evangelista, para dar
reglas a todas las logias de dicho reino”
Más adelante, el propio Macleane se encarga de explicar las razones de
estos “cambios”: “…Como desde el gobierno del Muy Venerable Gran
Maestre, el Muy Alto y Muy Poderoso príncipe Felipe, duque de Wharton, par de
Inglaterra, se había descuidado desde hace algún tiempo la exacta observancia
de los reglamentos y deberes a que están ligados los francmasones, bajo gran
perjuicio de la orden de la masonería, y de la armonía de las Logias, nos,
Jacques Héctor Macleane, caballero Baronet de Escocia, actual Gran Maestre…
hemos ordenado los cambios que hemos considerado necesarios en las reglas que
han sido establecidas por nuestro predecesor etc…”
Sus dichos se ven confirmados por el análisis histórico. Bajo el período de
influencia hannoveriana, la masonería francesa había reclutado en exceso gentes
de la pequeña burguesía, y se inclinaba peligrosamente a la frivolidad, cuando
no a la grosería. Los escoceses –en la medida que crece su
influencia- se proponen adecuar la francmasonería a sus fines, reaccionando
contra esta incipiente y peligrosa vulgarización, junto con la nobleza local y
los espíritus más ilustrados.[7]La ascendente
influencia jacobita también se percibe en la introducción de elementos del
imaginario caballeresco, tales como el uso de la espada, los pactos de sangre,
los guantes para la dama –propios del amor cortés, la disciplina militar, la
fidelidad, el honor etc. Por otra parte, la restauración moral de la Orden será
uno de los ejes sobre el que se articula –como veremos- el “discurso de
Ramsay”.
El documento se encuentra firmado por el propio Macleane y por el conde
Derwetwater. Al lado de su firma se agrega “Por orden del Muy Respetable
Gran Maestre: el abad Moret, Gran Secretario.” Exciten indicios que
permiten pensar que este Moret, era un abad irlandés que, habitualmente, se
encargaba de ejecutar las órdenes de lord Derwetwater.[8]
Podemos deducir de todo esto que, hacia 1735 la Gran Logia de Francia
estaba en manos de los “escoceses”; que estos avanzaban decididamente en
la cristianización de la francmasonería francesa –condición necesaria para
avanzar en la introducción de una tradición “cruzada” y “templaria”-
y que para ello contaban con la colaboración de algunas jerarquías del clero
regular.
Otro
personaje fundamental en el alto mando jacobita, lord Balmerino, había logrado
establecer un importante centro masónico escocés en Avignón, la propia ciudad
de los papas. Aunque era la capital del antiguo condado Venesino, -un
territorio pontificio gobernado por legados papales con todo el poder temporal
y espiritual- la ciudad tenía un perfil cosmopolita y acogía gran cantidad de
viajeros, militares y comerciantes de diversos orígenes. La presencia de
estuardistas fue habitual desde los tiempos de Jacobo III, quien vivió allí
casi un año entre 1716 y 1717.
Hacia
1736, lord Balmerino tenía conformada allí una logia con fuerte contenido
aristocrático. Había iniciado al marqués de Calviere y contaba entre sus
miembros al padre del marqués de Mirabeau.[9]
5.- La hora del caballero Ramsay
Desde hacía tiempo se sabía que gran cantidad de nobles y magistrados del
reino estaban ingresando en las logias. En Londres el “Saint James Evening
Post” daba cuenta en su edición del 7 de septiembre de 1734 que:
“Desde París sabemos que se ha establecido últimamente
una logia de masones libres y aceptados en casa de Su Gracia la duquesa de
Portsmouth. Su Gracia el duque de Richmond, asistido por otro distinguido noble
inglés, el presidente Montesquieu, el brigadier Churchill… ha recibido a muchas
personas distinguidas en esta muy Antigua y Honorable Sociedad”[10]
Un año después, el 29 de septiembre de 1735, otra noticia del mismo
periódico londinense informaba desde París:
“…que Su Gracia el duque de Richmond y el Reverendo Dr.
Désaguliers, antiguos Grandes Maestres de la antigua y honorable Sociedad de
los Masones Libres y Aceptados… han convocado una logia…” Luego de mencionar a los presentes -entre ellos el
embajador de Inglaterra y el presidente Montesquieu- destacaba que en la
reunión habían sido iniciados, entre otros, “Su Gracia el conde de
Kingston y el honorable conde de Saint Florentín, Secretario de Estado de Su
Muy cristiana Majestad…”
Puede entenderse la prudencia de la policía frente a una sociedad que
cobijaba en su seno a ministros y secretarios del propio Luis XV. Sin embargo,
en marzo de 1737, Barbier da cuenta en su Journal de una
decisión del Consejo del Rey:
“…Habiéndose enrolado en esta Orden algunos de nuestros
secretarios de Estado y varios duques y señores… Como semejantes asambleas,
además secretas, son peligrosas para un Estado siendo que están compuestas de
señores… El Señor Cardenal Fleury ha creído un deber sofocar esta Orden de
Caballería en su nacimiento prohibiendo a todos esos señores de reunirse y
convocar dichos capítulos…”[11] Nótese que
ya en 1737 se menciona a la francmasonería como una “Orden de
Caballería” y se hace referencia a los “capítulos” en vez de “logias”.
Sin dudas, para esa fecha, el vocabulario “escocés” estaba ampliamente
difundido en la francmasonería francesa.
A raíz de este decreto, que en los hechos no produciría mayores
consecuencias, los masones “elegidos” dejan de concurrir a las tabernas
estableciendo sus capítulos en los castillos -donde los nobles asientan sus
propias logias- y ¡en las abadías benedictinas!, pues son numerosos los
religiosos –en particular del clero regular- que han respondido a la nueva
alianza cristiana, y una vez más, están dispuestos a reeditar el antiguo sueño.
En el año 1737 las presiones políticas se han incentivado. La policía sigue
de cerca la actividad de las logias pero no se anima a actuar por temor a crear
conflictos con la aristocracia o con los dignatarios del gobierno. Es hora de
actuar y el alto mando de la masonería jacobita se decide por la estrategia más
audaz: Charles Radcliffe, lord Derwentwater, es electo Gran Maestre de las
logias de Francia y todos los dignatarios que lo acompañan responden al
movimientoescocés. El control es total.
Con un salto hacia delante, los escoceses intentan, en una sola acción,
tentar al mismo Luis XV ofreciéndole la Gran Maestría, detener cualquier
posibilidad de represión y enviar un claro mensaje a Roma. El elegido para
llevar a cabo la tarea es –al igual que Dewentwater- un jacobita, escocés y
católico, que ocupa el cargo del Gran Orador en la Gran Logia francesa; lo
llaman “el caballero Ramsay”. Este hombre cambiaría el curso de la historia de
la francmasonería. El personaje amerita una breve biografía.
Michael Andrew Ramsay nació en la ciudad escocesa de
Ayr –cabecera de la Provincia del mismo nombre- en 1686. Tómese nota que la
antigua capital de Ayr había sido Kilwinning, asiento de una abadía fundada
hacia el año 1140 por monjes benedictinos. Convocados por Hugues de Morville,
lord Cunningham, para que constituyeran allí un monasterio bajo la Regla de San
Benito, estos monjes formaron una logia de masones cuya fama se extendió por
toda Escocia. La iglesia de la abadía estaba dedicada a San Winnin, hombre
piadoso que había vivido en esa región en el siglo VIII, y del cual tomó su
nombre la villa cercana. Como se recordará, la leyenda refiere que muchos de
los caballeros templarios que combatieron en la batalla de Bannockburn en 1314
encontraron refugio en aquella abadía cuya logia los recibió, asimilando junto
con ellos la tradición propia del templarismo. Esta tradición, que daría un
sesgo particular a la francmasonería escocesa tuvo su punto de partida en la
tierra de la que justamente provenía Ramsay.
Se conoce muy poco acerca de su juventud salvo que su
padre era un panadero presbiteriano. Cursó sus estudios en la escuela de su
ciudad natal y luego en la Universidad de Edimburgo. En aquellos primeros años
sería preceptor de los hijos del conde de Wemyss. Luego viajó a Holanda en
momentos en que su vida estaba signada por la duda religiosa, por el deseo de
interiorizarse acerca de las numerosas corrientes espirituales que por entonces
agitaban Europa y, sin dudas, por un espíritu aventurero e inquieto. Hay
quienes creen que durante su permanencia en Holanda sirvió en el ejército
inglés de los Países Bajos, mientras que otros lo sindican como un espía[12]
Primero se convirtió en discípulo del pastor Poiret
-ministro francés que se había instalado en Rheinsbourg- iniciando una etapa de
ferviente misticismo y defensa del cristianismo. Sin embargo, su definitiva
conversión al catolicismo vendría luego de 1709, año en que conoce a Fenelón y
queda profundamente impactado por sus enseñanzas, de las que se convertiría en
fervoroso devoto. La cercanía con la alta aristocracia y con los personajes que
rodeaban al “Cisne de Cambrai” creó el contexto adecuado para que se destacara
por su elocuencia, sus escritos y su particular personalidad. El duque de
Orleáns –por entonces Regente de Francia- le confirió el título de caballero de
la Orden de San Lázaro.
La muerte de Fenelón, ocurrida en 1715, fue un duro
golpe para Ramsay. En los años siguientes se dedicó a publicar las obras de su
maestro, “Los diálogos de la Elocuencia” y “Telémaco” y en 1723
publicó su “Vida de Fenelón”, cuyo éxito obligó a la impresión de varias
ediciones. Ya era un personaje famoso en Francia e Inglaterra, cuando se
convirtió en preceptor del duque de Chateau-Thierry, futuro príncipe de Turena,
a quien dedicó su obra “Viajes de Ciro”. Convocado por Jacobo III
viajó a Roma para desempeñarse en el cargo de preceptor de Carlos Eduardo
Estuardo. Pero decepcionado con las intrigas con las que debía convivir en la
corte, regresó a Francia, donde fue protegido por los duques de Bouillón hasta
su muerte. A lo largo de su vida obtuvo importantes reconocimientos: Fue
elegido miembro de la Real Sociedad de Ciencias de Londres y la Universidad de
Oxford le confirió un doctorado.
Pero lo que ha convertido a Ramsay en protagonista
principal de la trama de conspiraciones, misterios y sociedades secretas de su
época son dos discursos pronunciados en el seno de la francmasonería francesa.
El primero, en la logia de San Juan el 26 de Diciembre de 1736 y el segundo –al
que nos referiremos específicamente- en 1737 en la Gran Logia. En ellos
remontaría el origen de la francmasonería a la época de las cruzadas, ligándola
taxativamente con la nobleza cristiana que conquistó la Tierra Santa. Ambos
discursos reivindicaban el vínculo y la responsabilidad de los escoceses en la
custodia de una antigua tradición a través de los siglos; una tradición que
–según su juicio- debía encontrar en Francia su restauración definitiva.
Ramsay y sus hermanos escoceses creían
sinceramente que en Francia podía restaurarse la antigua orden. Una Orden Real,
heredera de las glorias más sublimes de la cristiandad... ¡Una Orden que
reviviera el ideal de la caballería cruzada para unirlo a una nueva moral, una
nueva ciencia, un nuevo hombre! Una Orden abrazada por la nobleza, sostenida
por la alta burguesía, insuflada por la fuerza de las nuevas ideas, imbuida de
la verdadera filantropía: la piedad y el amor de los caballeros de Cristo. Una
Orden Real que tuviese al propio rey como su Gran Maestre.
¿No era acaso el Imperio Franco la cuna de los
francmasones? Bajo los estandartes de las casas de Lorena, Normandía y Tolosa
habían partido los ejércitos de la primera gran cruzada. Francia había sido la
cuna de Hugo de Payns y de sus hermanos templarios antes de que San Bernardo
les diera la regla que los convertiría en “militia christi”.
El noble auditorio que escuchaba a Ramsay –más de
doscientos de los más ilustres caballeros de Francia- se sentía heredero de los
constructores de las primeras catedrales, pero mucho más de aquellos hombres
que habían reconquistado Jerusalén y fundado la Orden de los Caballeros
Templarios. Para Ramsay, ambas instituciones -canteros y templarios- eran el
corazón y el cerebro de la francmasonería.
Su mención a los cruzados no hacía más que poner en
manos de la nobleza –ya cautivada por la masonería azul- un vehículo que le
permitía soñar con una nueva era en la que el Imperio Cristiano recobrara su
gloria y su unidad. La Reforma, la intransigencia de Roma y las guerras de
religión habían regado Europa con la sangre de sus más ilustres hijos. El
cristianismo se destruía a si mismo mientras que la francmasonería hablaba de
tolerancia y de una herencia cristiana común. Ramsay presentaba a la masonería
como la herramienta capaz de construir una nueva Europa cristiana.
6.- Las tensiones políticas en torno a la causa
jacobita
Se hace necesario aquí comprender las fuerzas que se
movían detrás de Ramsay. Sin dudas –y en primer término- el poderoso movimiento
estuardista instalado en Francia desde que Jacobo II fuera depuesto por “La
Gloriosa Revolución”, que había colocado en el trono de Inglaterra a la
dinastía de los Hannover. Esta numerosa presencia de elementos masónicos
jacobitas agravaba las tensiones existentes en el seno de la francmasonería
francesa, en la que ya comienzan a perfilarse dos corrientes profundamente
diferenciadas: la liderada por la Gran Logia de Inglaterra de sesgo
hannoveriano y protestante y la que emerge en Francia, imbuida de la tradición
escocesa y católica, introducida por los estuardistas exiliados.
Existe otro factor a tener en cuenta y es el delicado
equilibrio político entre Inglaterra y Francia, la explosiva cuestión de la
sucesión de Polonia que mantiene en vilo a Europa y el papel de Roma, inmersa
en la profunda contradicción que le generaba la existencia de una
francmasonería dividida entre una facción católica -leal a los Estuardo- sobre
la que carece de control y otra –abiertamente protestante- que ha logrado
penetrar en numerosas ciudades del continente, desafiando abiertamente la
autoridad episcopal.
Sin duda, tempranamente, la Iglesia había observado con preocupación la
proliferación de las logias, en especial aquellas que prescindían de toda
alineación con el catolicismo romano. En ese contexto, y tal como lo refiere
Kervella[13],
no le era indiferente a la iglesia que los francmasones católicos hicieran
contrapeso a sus hermanos protestantes que proliferaban hasta en Italia; lo que
le perturbaba era la manera en que los masones católicos estaban elaborando su
propia simbología, basada en una tradición escocesa, fuertemente anclada en un
pasado cruzado y con un claro contenido de misterio y hermetismo.
En la
medida que la francmasonería escocesa avanzaba en su identificación con los
cruzados –y fatalmente con los Caballeros Templarios a quienes reivindicaba
como sus ancestros- la Iglesia enfrentaba la alternativa de permanecer en un
permisivo silencio o condenar a las logias. Nada más odioso para el Santo
Oficio del siglo XVIII como tolerar una Orden que -aún reivindicándose
católica- asumía como modelo la figura de Jacobo de Molay, torturado y quemado
vivo por el rey Felipe con la complicidad y el apoyo del papa Clemente V.
El
contexto del discurso de Ramsay de 1737 estaba rodeado por todas estas
circunstancias y algunas urgencias.
Desde 1725, época en que se había fundado la primera
logia británica en suelo francés – la Resp:. Logia Saint Thomas Nº 1- la
masonería francesa no había cesado de crecer bajo el calor de los exiliados
estuardistas. En un principio, la sociedad de los francmasones había contado
con el entusiasta apoyo del propio regente, el Duque de Orleáns, que había
aceptado ser el Gran Maestre en 1723.
Pero la situación había cambiado desde entonces. Mientras que en Inglaterra
el apoyo de la monarquía a la francmasonería era cada vez mayor, en Francia,
con Luis XV en el trono, los masones empezaban a preocuparse por su futuro.
Hacia 1737 las relaciones entre Inglaterra y Francia se encontraban en manos de
dos equilibristas: el cardenal Fleury -canciller de Luis XV- y Robert Walpole,
conde de Orfolk, -primer ministro del rey Jorge II Hannover- quienes mantenían
un delicado equilibrio en una Europa convulsionada a causa de la guerra, los
conflictos comerciales y la explosiva sucesión de Polonia. Fleury cuidaba las
relaciones con Inglaterra y sospechaba que las logias francesas permitían a los
jacobitas complotar contra Londres, lo cual, desde luego, era cierto.
Mientras tanto, las noticias inquietantes no sólo
llegaban de Roma y España. En los Países Bajos acababa de impedirse, con gran
esfuerzo de las más altas influencias masónicas, el encarcelamiento de un
numeroso grupo de hermanos, cuya suerte se desconocía. Ramsay, que conocía bien
la liberalidad de los holandeses en términos de religión, no podía dar crédito
a que se hubiese planeado una feroz represión contra la masonería. Si esto
ocurría Holanda ¿cuál sería el destino de los masones franceses si el rey cedía
a las presiones de la Iglesia?
Ramsay tenía la esperanza de evitar males mayores si
convencía al rey de colocarse al frente de todos los masones franceses. Para
ello tenía pensado reunirlos en Asamblea en la ciudad de París. Como parte de
su plan había enviado al cardenal Fleury el discurso que había preparado con
motivo de una serie de iniciaciones que tendrían lugar el 21 de marzo,
acompañado de una larga exhortación al prelado en la que, entre otras cosas, le
decía:
“...Quisiera que todos los discursos en las asambleas
de la joven nobleza de Francia, así como los que se dicten en el extranjero,
estuviesen henchidos de vuestro espíritu; dignáos, Monseñor, apoyar a la
sociedad de los francmasones en los grandes objetivos que se ha fijado...”
La carta estaba fechada el 20 de marzo de 1737, un año antes que el papa
Clemente prohibiera, bajo pena de excomunión, a clérigos y fieles, ingresar a
las filas de los masones, lo que demuestra que los temores de Ramsay estaban
plenamente justificados. La respuesta no se hizo esperar. Sobre el margen del
mismo texto del discurso, el propio cardenal Fleury había escrito apenas unas
líneas en las que le explicaba que ni él, ni el rey podían atender su petición.
En otras palabras, no lo tomaban en serio.
Ramsay sufrió un profundo desaliento. No lograría que un príncipe de sangre
real blandiese el mallete de Gran Maestre de todos los masones de Francia. Pero
lograría algo quizá más importante: evitaría la proscripción sin que ello
significara la sumisión de la Orden al monarca ni a la Iglesia. Esta situación,
muy diferente a la de Inglaterra, daría a la francmasonería francesa su sesgo
particular. Pese a todo, el plan siguió su curso.
7.- El Discurso de 1737
Ramsay presenta a la masonería como la herramienta capaz de construir una
nueva Europa cristiana. Aun más: proclama las bases filosóficas y morales que
la debe regir:
“…El
mundo entero no es más que una gran república, en la cual cada nación es una
familia y cada individuo un niño. Nuestra sociedad se estableció para hacer
revivir y propagar las antiguas máximas tomadas de la naturaleza del ser
humano. Queremos reunir a todos los hombres de gusto sublime y de humor
agradable mediante el amor por las bellas artes, donde la ambición se vuelve
una virtud y el sentimiento de benevolencia por la cofradía es el mismo que se
tiene por todo el género humano, donde todas las naciones pueden obtener
conocimientos sólidos y donde los súbditos de todos los reinos pueden cooperar
sin celos, vivir sin discordia, y quererse mutuamente sin renunciar a su
patria…”
Inmediatamente después de este párrafo, Ramsay evoca a los cruzados. Lo
hace inmerso en el espíritu que exalta la nobleza franca. Quien habla ante el
auditorio atónito es el preceptor de la Casa de Bouillón, el tutor de
Godefroid-Charles-Henri, hijo de Charles Godefroid de La Tour Auvergne, Duque
de Bouillón. ¿Qué otra Casa podría reivindicar con más legitimidad un pasado
cruzado? Ramsay no es un impostor… No. Es el hombre que educa al descendiente
de Sobiesky, el rey de Polonia que salvó a Europa de los turcos. Lo escucha un
auditorio de igual prosapia, al que no es necesario convencer de su pasado
glorioso y de su misión olvidada.
“…Nuestros ancestros, los Cruzados –dice Ramsay- procedentes de todos los
lugares de la cristiandad y reunidos en Tierra Santa, quisieron de esta forma
agrupar a los súbditos de todas las naciones en una sola confraternidad. Qué no
les debemos a estos hombres superiores quienes, sin intereses vulgares y sin
escuchar el deseo natural de dominar, imaginaron una institución cuyo único fin
es reunir las mentes y los corazones con el propósito de que sean mejores. Y,
sin ir contra los deberes que los diferentes estados exigen, formar con el
tiempo una nación espiritual en la cual se creará un pueblo nuevo que, al tener
características de muchas naciones, las cimentará todas, por así decirlo, con
los vínculos de la virtud y de la ciencia…”
A lo largo de su alocución, sienta las bases de lo que considera “la sana
moral”, señalando que “las Ordenes religiosas se establecieron para que
los hombres llegaran a ser cristianos perfectos; las Ordenes militares para
inspirar el amor por la gloria noble” y la “Orden de los francmasones, para
formar hombres amables, buenos ciudadanos y buenos súbditos, inviolables en sus
promesas, fieles hombres al gusto por las virtudes” Para ello –insiste- “nuestros
ancestros los Cruzados quisieron que ésta resultara amable con el atractivo de
los placeres inocentes, de una música agradable, de un gozo puro y de una
alegría moderada. Nuestros sentimientos no son lo que el mundo profano y el
vulgo ignorante se imaginan. Todos los vicios del corazón y del espíritu están
desterrados, así como la irreligión y el libertinaje, la incredulidad y el
desenfreno”.
La
última parte de su extenso discurso resulta esencial para comprender en su
total dimensión el pensamiento y la tradición de la francmasonería escocesa.
Describe sus orígenes en la Tierra Santa, así como las vías de penetración en
Occidente y el papel jugado por Escocia durante “los años oscuros” en
los cuales los propios masones se apartan de sus antiguos principios,
olvidándose, al igual que los antiguos judíos, “el espíritu de nuestra ley”.
He aquí su texto completo.
“Desde la época de las guerras santas en Palestina,
muchos príncipes, señores y ciudadanos se unieron, hicieron voto de restablecer
los templos de los cristianos en Tierra santa y, por medio de un juramento, se
comprometieron a emplear sus talentos y sus bienes para devolver la
arquitectura a su constitución primitiva. Adaptaron de común acuerdo varios
antiguos signos, palabras simbólicas tomadas del fondo de la religión, para
diferenciarse de los infieles y reconocerse con respecto a los Sarracenos.
Estos signos y estas palabras sólo se comunicaban a los que prometían
solemnemente, incluso con frecuencia a los pies del altar, no revelarlos nunca.
Esta promesa sagrada ya no era entonces un juramento execrable, como se cuenta,
sino un vínculo respetable para unir a los hombres de todas las naciones en una
misma confraternidad. Tiempo después, nuestra Orden se unió íntimamente con los
caballeros de San Juan de Jerusalén. Desde entonces nuestras logias llevaron el
nombre de las logias de San Juan en todos los países. Esta unión se llevó a
cabo a imitación de los israelitas cuando construyeron el segundo templo,
mientras trabajaban con una mano con la llana y el mortero, llevaban en la otra
la espada y el escudo.”
“Nuestra Orden por consiguiente no se debe considerar como
una renovación de las bacanales y una fuente de excesivo derroche, de
libertinaje desenfrenado y de intemperancia escandalosa, sino como una Orden
moral, instituida por nuestros ancestros en Tierra Santa para hacer recordar
las verdades más sublimes, en medio de los inocentes placeres de la
sociedad”
“Los reyes, los príncipes y los señores, regresando de
Palestina a sus países, establecieron diferentes logias. Desde la época de las
últimas cruzadas ya se observa la fundación de muchas de ellas en Alemania,
Italia, España, Francia y de allí en Escocia, a causa de la íntima alianza que
hubo entonces entre estas dos naciones.”
“Jacobo Lord Estuardo de Escocia fue Gran Maestro de una
logia que se estableció en Kilwinning en el oeste de Escocia en el año 1286,
poco tiempo después de la muerte de Alejandro III rey de Escocia, y un año
antes de que Jean Baliol subiera al trono. Este señor escocés inició en su
logia a los condes de Gloucester y de Ulster, señores inglés e
irlandés.”
“Poco a poco nuestras logias, nuestras fiestas y nuestras
solemnidades fueron descuidadas en la mayoría de los países en los que se
habían establecido. Esta es la razón del silencio de los historiadores de casi
todos los reinos con respecto a nuestra Orden, a excepción de los historiadores
de Gran Bretaña. Sin embargo, éstas se conservaron con todo su esplendor entre
los escoceses, a los que nuestros reyes confiaron durante muchos siglos la
custodia de su sagrada persona. Después de los deplorables reveses de las
cruzadas, la decadencia de las armadas cristianas y el triunfo de Bendocdar
Sultán de Egipto, durante la octava y última cruzada, el hijo de Enrique III de
Inglaterra, el gran príncipe Eduardo, viendo que ya no había seguridad para sus
hermanos en Tierra santa los hizo regresar a todos cuando las tropas cristianas
se retiraron, y fue así como se estableció en Inglaterra esta colonia de
hermanos. Puesto que este príncipe estaba dotado de todas las cualidades del
corazón y del espíritu que forman a los héroes, amó las bellas artes, se
declaró protector de nuestra Orden, le otorgó muchos privilegios y franquicias
y desde entonces los miembros de esta confraternidad tomaron el nombre de
francmasones.”
“Desde este momento Gran Bretaña se volvió la sede de
nuestra ciencia, la conservadora de nuestras leyes y la depositaria de nuestros
secretos. Las fatales discordias de religión que inflamaron y desgarraron
Europa en el siglo dieciséis hicieron que nuestra Orden se desviara de la
grandeza y nobleza de su origen. Se cambiaron, se disfrazaron o se suprimieron
muchos de nuestros ritos y costumbres que eran contrarios a los prejuicios de
la época. Es así como muchos de nuestros hermanos olvidaron, al igual que los
judíos antiguos, el espíritu de nuestra ley y sólo conservaron su letra y su
apariencia exterior. Nuestro Gran Maestro, cuyas cualidades respetables superan
aún su nacimiento distinguido, quiere regresar todo a su constitución inicial,
en un país en que la religión y el Estado no pueden más que favorecer nuestras
leyes.”
“Desde las islas británicas, la antigua ciencia comienza
a pasar a Francia otra vez bajo el reino del más amable de los reyes, cuya
humanidad es el alma de todas las virtudes, con la intervención de un Mentor
que ha realizado todo lo fabuloso que se había imaginado. En este momento feliz
en que el amor por la paz se vuelve la virtud de los héroes, la nación más
espiritual de Europa llegará a ser el centro de la Orden; derramará sobre
nuestras obras, nuestros estatutos y nuestras costumbres, las gracias, la delicadeza
y el buen gusto, cualidades esenciales en una Orden cuya base es la sabiduría,
la fuerza y la belleza del genio. Es en nuestras logias futuras, como en
escuelas públicas, donde los franceses verán, sin viajar, las características
de todas las naciones y es en estas mismas logias donde los extranjeros
aprenderán por experiencia que Francia es la verdadera patria de todos los
pueblos. Patria gentis humanae.”
[1] Tort-Nouguès, Henri; “La Idea Masónica; Ensayo sobre una filosofía
de la Masonería”; (Barcelona Ediciones Kompas 1997); pag 19
[2] Barudio, Günter; “La Época del Absolutismo y la Ilustración”;
(Historia Universal Siglo XXI), pag. 296, 297.
[4] Bernard Faÿ, “La Francmasonería y la Revolución Intelectual del siglo
XVIII” Editorial Huemul S.A., 1963, pag. 122-123
[5] Kervella, André; “La Maconnerie Ecossaise dans la France de
l’Ancien Régime; les années obscures 1720-1755” (Ed. du Rocher, 1999), p.
130
[6] Algunos autores –principalmente Alec Mellor- han querido ver una
antítesis entre el documento inglés de 1723 y el francés de 1735 Este
manuscrito, se encuentra en la Biblioteca Nacional en París, en el Departamento
de Manuscritos, bajo el Nº de adquisición 20240. Su marca es F. M. 4 146.
Fue propiedad de importantes coleccionistas hasta que fue subastado en
Amsterdan en 1956. Una síntesis del mismo puede consultarse en la obra de Alec
Mellor ya citada: “La Desconocida Francmasonería Cristiana”.
[7] Marcos, Ludovic; Histoire du Rite Français au XVIIIe Siecle;
Ver en particular el Cap. III, “Las evoluciones rituales de la masonería
francesa en el siglo XVIII.
[8] Mellor cita dos opiniones en torno a Moret o Moore: un artículo de la
“Revue internationale des Sociétés secrètes” (R.I.S.S) comenta que “…En
lo concerniente al abad Moret, que firma en calidad de Gran Secretario los
procesos verbales de la Gran Logia celebrada en 1735 y 1736, prototipo de esos
abades anfibios que nadan entre las dos aguas clerical y masónica, no hemos
podido encontrar ninguna información sobre él. En 1737, según el documento de
Estocolmo, existió un nuevo Gran Secretario, llamado J. Moore…” A lo
que Mellor agrega que probablemente Moret y Moore fueran la misma persona,
habida cuenta que en la correspondencia de Fleury se hace referencia a “un
abad More, irlandés”, que se encargaba de la ejecución de las órdenes de
lord Derwentwater. Ob. cit.
93-94
(Paris, Librairie Académique, 1928) p. 180
Eduardo R.
Callaey
Miembro del R. E. R.
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