jueves, 8 de septiembre de 2016






ALGUNOS ARTICULOS
DE
RENE GUENON
RELACIONADOS CON LA ROSA+CRUZ




(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)
CAPÍTULO XXXVIII

ROSA-CRUZ Y ROSACRUCIANOS


Puesto que hemos sido conducidos a hablar de los Rosa-Cruz, no será quizás inútil, aunque este tema se refiere a un caso particular más bien que a la iniciación en general, agregar a eso algunas precisiones, ya que, en nuestros días, este nombre de Rosa-Cruz se emplea de una manera vaga y frecuentemente abusiva, y se aplica indistintamente a los personajes más diferentes, entre los que, sin duda, muy pocos tendrían realmente derecho a él. Para evitar todas estas confusiones, parece que lo mejor sería establecer una distinción clara entre Rosa-Cruz y Rosacrucianos, donde este último término puede recibir sin inconveniente una extensión más amplia que el primero; y es probable que la mayoría de los pretendidos Rosa-Cruz, designados comúnmente como tales, no fueron verdaderamente más que Rosacrucianos. Para comprender la utilidad y la importancia de esta distinción, es menester primeramente recordar que, como ya lo hemos dicho hace un momento, los verdaderos Rosa-Cruz no han constituido nunca una organización con formas exteriores definidas, y que, a partir del comienzo del siglo XVII al menos, hubo no obstante numerosas asociaciones que se pueden calificar de rosacrucianas[1], lo que no quiere decir en modo alguno que sus miembros fueran Rosa-Cruz; se puede incluso estar seguro de que no lo eran, y eso únicamente por el hecho de que formaban parte de tales asociaciones, lo que puede parecer paradójico e inclusive contradictorio a primera vista, pero que es sin embargo fácilmente comprehensible después de las consideraciones que hemos expuesto precedentemente.

La distinción que indicamos está lejos de reducirse a una simple cuestión de terminología, y se vincula en realidad a algo que es de un orden mucho más profundo, puesto que el término Rosa-Cruz, como lo hemos explicado, es propiamente la designación de un grado iniciático efectivo, es decir, de un cierto estado espiritual, cuya posesión, evidentemente, no está ligada de una manera necesaria al hecho de pertenecer a una cierta organización definida. Lo que representa, es lo que se puede llamar la perfección del estado humano, ya que el símbolo mismo de la Rosa-Cruz, por los dos elementos de los que está compuesto, figura la reintegración del ser en el centro de este estado y la plena expansión de sus posibilidades individuales a partir de este centro; por consiguiente, marca muy exactamente la restauración del «estado primordial», o, lo que equivale a lo mismo, el acabamiento de la iniciación a los «misterios menores». Por otro lado, desde el punto de vista que se puede llamar «histórico», es menester tener en cuenta el hecho de que esta designación de Rosa-Cruz, ligada expresamente al uso de un cierto simbolismo, no ha sido empleada más que en algunas circunstancias determinadas de tiempo y de lugar, fuera de las cuales sería ilegítimo aplicarla; se podría decir que aquellos que poseían el grado de que se trata han aparecido como Rosa-Cruz en esas circunstancias únicamente y por razones contingentes, como, en otras circunstancias, han podido aparecer bajo otros nombres y bajo otros aspectos. Eso, bien entendido, no quiere decir que el símbolo mismo al que se refiere este nombre no pueda ser mucho más antiguo que el empleo que se ha hecho así de él, e incluso, como para todo símbolo verdaderamente tradicional, sería sin duda completamente vano buscarle un origen definido. Lo que queremos decir, es sólo que el nombre sacado del símbolo no ha sido aplicado a un grado iniciático sino a partir del siglo XIV, y, además, únicamente en el mundo occidental; así pues, no se aplica más que en relación a una cierta forma tradicional, que es la del esoterismo cristiano, o, más precisamente todavía, la del hermetismo cristiano; volveremos más adelante sobre lo que es menester entender exactamente por el término «hermetismo».

Lo que acabamos de decir está indicado por la «leyenda» misma de Christian Rosenkreutz, cuyo nombre es por lo demás puramente simbólico, y en el que es muy dudoso que sea menester ver un personaje histórico, hayan dicho lo que hayan dicho algunos de él, sino que aparece más bien como la representación de lo que se puede llamar una «entidad colectiva»[2]. El sentido general de la «leyenda» de este fundador supuesto, y en particular los viajes que le son atribuidos[3], parece ser que, después de la destrucción de la Orden del Temple, los iniciados al esoterismo cristiano se reorganizaron, de acuerdo con los iniciados al esoterismo islámico, para mantener, en la medida de lo posible, el lazo que había sido aparentemente roto por esta destrucción; pero esta reorganización debió hacerse de una manera más oculta, invisible en cierto modo, y sin tomar su apoyo en una institución conocida exteriormente y que, como tal, habría podido ser destruida todavía una vez más[4]. Los verdaderos Rosa-Cruz fueron propiamente los inspiradores de esta reorganización, o, si se quiere, fueron los poseedores del grado iniciático del que hemos hablado, considerados especialmente en tanto que desempeñaron este papel, que se continuó hasta el momento donde, a consecuencia de otros acontecimientos históricos, el lazo tradicional del que se trata fue definitivamente roto para el mundo occidental, lo que se produjo en el curso del siglo XVII[5]. Se dice que los Rosa-Cruz se retiraron entonces a oriente, lo que significa que, en adelante, ya no ha habido en occidente ninguna iniciación que permita alcanzar efectivamente este grado, y también que la acción que se había ejercido a su través hasta entonces para el mantenimiento de la enseñanza tradicional correspondiente dejó de manifestarse, al menos de una manera regular y normal[6].

En cuanto a saber cuáles fueron los verdaderos Rosa-Cruz, y a saber con certeza si tal o cual personaje fue uno de ellos, eso aparece como completamente imposible, por el hecho mismo de que se trata esencialmente de un estado espiritual, y por consiguiente puramente interior, del que sería muy imprudente querer juzgar según signos exteriores cualesquiera. Además, en razón de la naturaleza de su papel, estos Rosa-Cruz, como tales, no han podido dejar ningún rastro visible en la historia profana, de suerte que, incluso si pudieran conocerse sus nombres, sin duda no enseñarían nada a nadie; por lo demás, a este respecto, remitimos a lo que ya hemos dicho de los cambios de nombres, y que explica suficientemente lo que la cosa puede ser en realidad. En lo que se refiere a los personajes cuyos nombres son conocidos, concretamente como autores de tales o cuales escritos, y que se designan comúnmente como Rosa-Cruz, lo más probable es que, en muchos casos, fueran influenciados o inspirados más o menos directamente por los Rosa-Cruz, a los cuales sirvieron en cierto modo de portavoz[7], lo que expresaremos diciendo que fueron sólo Rosacrucianos, sea que hayan pertenecido o no a alguna de las agrupaciones a las cuales se puede dar la misma denominación. Por el contrario, si se ha encontrado excepcionalmente y como por accidente que un verdadero Rosa-Cruz haya jugado un papel en los acontecimientos exteriores, eso sería en cierto modo a pesar de su cualidad más bien que a causa de ella, y entonces los historiadores pueden estar muy lejos de sospechar esta cualidad, hasta tal punto las dos cosas pertenecen a dominios diferentes. Todo eso, ciertamente, es poco satisfactorio para los curiosos, pero deben tomar su partido; muchas cosas escapan así a los medios de investigación de la historia profana, que forzosamente, por su naturaleza misma, no permiten aprehender nada más que lo que se puede llamar el «exterior» de los acontecimientos.

Es menester todavía agregar otra razón por la que los verdaderos Rosa-Cruz debieron permanecer siempre desconocidos: es que ninguno de ellos puede afirmarse nunca tal, como tampoco, en la iniciación islámica, ningún Ýûfî auténtico puede prevalerse de este título. En eso hay incluso una similitud que es particularmente interesante destacar, aunque, a decir verdad, no hay equivalencia entre las dos denominaciones, ya que lo que está implicado en el nombre de Ýûfî es en realidad de un orden más elevado que lo que implica el de Rosa-Cruz y se refiere a posibilidades que rebasan las del estado humano, considerado incluso en su perfección; en todo rigor, debería reservarse exclusivamente al ser que ha llegado a la realización de la «Identidad Suprema», es decir, a la meta última de toda iniciación[8]; pero no hay que decir que un tal ser posee a fortiori el grado que hace al Rosa-Cruz y puede, si hay lugar a ello, desempeñar las funciones correspondientes. Por lo demás, se hace comúnmente del nombre de Ýûfî el mismo abuso que del nombre de Rosa-Cruz, hasta aplicarle a veces a los que están sólo en la vía que conduce a la iniciación efectiva, sin haber alcanzado todavía ni siquiera los primeros grados de ésta; y, a este propósito, se puede notar que, no menos corrientemente, se da una parecida extensión ilegítima a la palabra Yogî en lo que concierne a la tradición hindú, de suerte que esta palabra, que, ella también, designa propiamente al ser que ha alcanzado la meta suprema, y que es así el exacto equivalente de Ýûfî, llega a ser aplicada allí a aquellos que no están todavía más que en sus etapas preliminares e incluso en su preparación más exterior. Así pues, no sólo en parecido caso, sino incluso para el que ha llegado a los grados más elevados, sin haber llegado no obstante al término final, la designación que conviene propiamente es la de mutaçawwuf; y, como el Ýûfî mismo no está marcado por ninguna distinción exterior, esta misma designación será también la única que podrá tomar o aceptar, no en virtud de consideraciones puramente humanas como la prudencia o la humildad, sino porque su estado espiritual constituye verdaderamente un secreto incomunicable[9]. Es una distinción análoga a esa, en un orden más restringido (puesto que no rebasa los límites del estado humano), la que se puede expresar por los dos términos de Rosa-Cruz y de Rosacruciano, distinción en la que este último puede designar a todo aspirante al estado de Rosa-Cruz, a cualquier grado que haya llegado efectivamente, e incluso si todavía no ha recibido más que una iniciación simplemente virtual en la forma a la que esta designación conviene propiamente de hecho. Por otra parte, de lo que acabamos de decir se puede sacar una suerte de criterio negativo, en el sentido de que, si alguien se ha declarado Rosa-Cruz o Ýûfî, se puede afirmar desde entonces, sin tener necesidad de examinar las cosas más a fondo, que no lo era ciertamente en realidad.

Otro criterio negativo resulta del hecho de que los Rosa-Cruz no se ligaron nunca a ninguna organización exterior; si a alguien se le conoce como habiendo sido miembro de una tal organización, se puede afirmar también que, al menos en tanto que formó parte de ella activamente, no fue un verdadero Rosa-Cruz. Por lo demás, hay que destacar que las organizaciones de este género no llevaron el título de Rosa-Cruz sino muy tardíamente, puesto que no se le ve aparecer así, como lo decíamos más atrás, más que a comienzos del siglo XVII, es decir, poco antes del momento en que los verdaderos Rosa-Cruz se retiraron de occidente; y es incluso visible, por muchos indicios, que las organizaciones que se hicieron conocer entonces bajo este título estaban ya más o menos desviadas, o en todo caso muy alejadas de la fuente original. Con mayor razón la cosa fue así para las organizaciones que se constituyeron más tarde todavía bajo el mismo vocablo, y cuya mayor parte no hubieran podido reclamar sin duda, al respecto de los Rosa-Cruz, ninguna filiación auténtica y regular, por indirecta que fuera[10], y no hablamos aquí, entiéndase bien, de las múltiples formaciones pseudoiniciáticas contemporáneas que no tienen de rosacruciano más que el nombre usurpado, que no poseen ningún rastro de una doctrina tradicional cualquiera, y que han adoptado simplemente, por una iniciativa completamente individual de sus fundadores, un símbolo que cada uno interpreta según su propia fantasía, a falta del conocimiento de su sentido verdadero, que escapa tan completamente a estos pretendidos Rosacrucianos como al primer profano que llega.

Hay todavía un punto sobre el que debemos volver para más precisión: hemos dicho que debió haber, en el origen del Rosacrucianismo, una colaboración entre iniciados a los dos esoterismos cristiano e islámico; esta colaboración debió continuarse también después, puesto que se trataba precisamente de mantener el lazo entre las iniciaciones de oriente y occidente. Iremos incluso más lejos: los mismos personajes, hayan venido del cristianismo o del islamismo, han podido, si han vivido en oriente y en occidente (y, aparte de todo simbolismo, las alusiones constantes a sus viajes hacen pensar que este debió ser el caso de muchos de entre ellos), ser a la vez Rosa-Cruz y Ýûfîs (o mutaçawwufin de los grados superiores), puesto que el estado espiritual que habían alcanzado implicaba que estaban más allá de las diferencias que existen entre las formas exteriores, y que no afectan en nada a la unidad esencial y fundamental de la doctrina tradicional. Bien entendido, por eso no conviene menos mantener, entre Taçawwuf y Rosacrucianismo, la distinción que es la de las dos formas diferentes de enseñanza tradicional; y los Rosacrucianos, discípulos más o menos directos de los Rosa-Cruz, son únicamente aquellos que siguen la vía especial del hermetismo Cristiano; pero no puede haber ninguna organización iniciática plenamente digna de este nombre y que posea la consciencia efectiva de su meta, que no tenga, en la cima de su jerarquía, seres que hayan rebasado la diversidad de las apariencias formales. Esos podrán, según las circunstancias, aparecer como Rosacrucianos, como mutaçawwufîn, o en otros aspectos todavía; ellos son verdaderamente el lazo vivo entre todas las tradiciones, porque, por su consciencia de la unidad, participan efectivamente en la gran Tradición primordial, de la que todas las demás se derivan por adaptación a los tiempos y a los lugares, y que es una como la Verdad misma.



(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)

CAPÍTULO XXXIX

MISTERIOS MAYORES Y MISTERIOS MENORES


En lo que precede, hemos hecho alusión en diversas ocasiones a la distinción de los «misterios mayores» y de los «misterios menores», designaciones tomadas a la antigüedad griega, pero que, en realidad, son susceptibles de una aplicación completamente general; ahora nos es menester insistir un poco más en ella, a fin de precisar bien cómo debe entenderse esta distinción. Lo que es menester comprender bien ante todo, es que en eso no hay géneros de iniciación diferentes, sino etapas o grados de una misma iniciación, si se considera ésta como debiendo constituir un conjunto completo y proseguirse hasta su término último; así pues, en principio, los «misterios menores» no son más que una preparación a los «misterios mayores», puesto que su término mismo no es todavía más que una etapa de la vía iniciática. Decimos en principio, ya que es muy evidente que, de hecho, cada ser no puede ir más que hasta el punto donde se detienen sus posibilidades propias; por consiguiente, algunos podrán no estar cualificados más que para los «misterios menores», o incluso para una porción más o menos restringida de éstos; pero eso sólo quiere decir que no son capaces de seguir la vía iniciática hasta el final, y no que siguen otra vía diferente de la de aquellos que pueden ir más lejos que ellos.

Los «misterios menores» comprenden todo lo que se refiere al desarrollo de las posibilidades del estado humano considerado en su integridad; por consiguiente, terminan en lo que hemos llamado la perfección de este estado, es decir, en lo que se designa tradicionalmente como las restauración del «estado primordial». Los «misterios mayores» conciernen propiamente a la realización de los estados suprahumanos: tomando al ser en el punto donde le han dejado los «misterios menores», y que es el centro del dominio de la individualidad humana, le conducen más allá de este dominio, y a través de los estados supraindividuales, pero todavía condicionados, hasta el estado incondicionado, que es el único que es la verdadera meta, y que se designa como la «Liberación final» o como la «Identidad Suprema». Para caracterizar respectivamente estas dos fases, aplicando el simbolismo geométrico[11], se puede hablar de «realización horizontal» y de «realización vertical», donde la primera debe servir de base a la segunda; esta base se representa simbólicamente por la tierra, que corresponde al dominio humano, y la realización suprahumana se describe entonces como una ascensión a través de los cielos, que corresponden a los estados superiores del ser[12]. Por lo demás, es fácil comprender por qué la segunda presupone necesariamente la primera: el punto central del estado humano es el único donde es posible la comunicación directa con los estados superiores, puesto que ésta se efectúa según el eje vertical que encuentra en este punto al dominio humano; así pues, es menester haber llegado primeramente a este centro para poder después elevarse, según la dirección del eje, a los estados supraindividuales; y es por eso por lo que, para emplear el lenguaje de Dante, el «Paraíso terrestre» no es más que una etapa en la vía que conduce al «Paraíso celeste»[13].

Hemos citado y explicado en otra parte un texto en el que Dante pone el «Paraíso celeste» y el «Paraíso terrestre» respectivamente en relación con lo que deben ser, desde el punto de vista tradicional, el papel de la autoridad espiritual y el del poder temporal, es decir, en otros términos, con la función sacerdotal y la función real[14]; aquí nos contentaremos con recordar brevemente las importantes consecuencias que se desprenden de esta correspondencia desde el punto de vista que nos ocupa al presente. En efecto, de ello resulta que los «misterios mayores» están en relación directa con la «iniciación sacerdotal», y los «misterios menores» con la «iniciación real»[15]; si empleamos ahora los términos tomados a la organización hindú de las castas, podemos decir pues que, normalmente, los primeros pueden ser considerados como el dominio propio de los brâhmanes y los segundos como el de los kshatriyas[16]. Se puede decir también que el primero de estos dos dominios es de orden «sobrenatural» o «metafísico», mientras que el segundo es sólo de orden «natural» o «físico», lo que corresponde efectivamente a las atribuciones respectivas de la autoridad espiritual y del poder temporal; y, por otra parte, esto permite caracterizar también claramente el orden de conocimiento al que se refieren los «misterios mayores» y los «misterios menores» y que ponen en obra para la parte de la realización iniciática que les concierne: los «misterios menores» implican esencialmente el conocimiento de la naturaleza (considerada, eso no hay que decirlo, desde el punto de vista tradicional y no desde el punto de vista profano que es el de las ciencias modernas), y los «misterios mayores», el conocimiento de lo que está más allá de la naturaleza. Así pues, el conocimiento metafísico puro depende propiamente de los «misterios mayores», y el conocimiento de las ciencias tradicionales de los «misterios menores»; por lo demás, como el primero es el principio del que derivan necesariamente todas las ciencias tradicionales, de ello resulta también que los «misterios menores» dependen esencialmente de los «misterios mayores» y que tienen su principio en ellos, del mismo modo que el poder temporal, para ser legítimo, depende de la autoridad espiritual y tiene su principio en ella.

Acabamos de hablar sólo de los brâhmanes y de los kshatriyas, pero es menester no olvidar que los vaishyas pueden estar cualificados también para la iniciación; de hecho, encontramos por todas partes, como estándoles destinadas especialmente, las formas iniciáticas basadas en el ejercicio de los oficios, sobre las cuales no tenemos la intención de volver de nuevo largamente, puesto que ya nos hemos explicado suficientemente en otra parte sobre su principio y su razón de ser[17], y puesto que, por lo demás, hemos debido volver a hablar aquí de ellas en diversas ocasiones, dado que es precisamente a tales formas a las que se vincula todo lo que subsiste de organizaciones iniciáticas en occidente. Para los vaishyas, con mayor razón todavía que para los kshatriyas, el dominio iniciático que les conviene propiamente es el de los «misterios menores»; por lo demás, esta comunidad de dominio, si se puede decir, ha conducido frecuentemente a contactos entre las formas de iniciación destinadas a los unos y a los otros[18], y, por consiguiente, a relaciones bastante estrechas entre las organizaciones por las que estas formas son practicadas respectivamente[19]. Es evidente que, más allá del estado humano, las diferencias individuales sobre las que se apoyan esencialmente las iniciaciones de oficio, desaparecen enteramente y ya no podrían desempeñar ningún papel; desde que el ser ha llegado al «estado primordial», las diferencias que dan nacimiento a las diversas funciones «especializadas» ya no existen, aunque todas estas funciones tengan igualmente su fuente en él, o más bien por eso mismo; y, efectivamente, es a esta fuente común a donde se trata de remontar, al ir hasta el término de los «misterios menores», para poseer en su plenitud todo lo que está implicado por el ejercicio de una función cualquiera.

Si consideramos la historia de la humanidad tal como la enseñan las doctrinas tradicionales, en conformidad con las leyes cíclicas, debemos decir que en el origen, el hombre, al tener la plena posesión de su estado de existencia, tenía naturalmente por eso mismo las posibilidades correspondientes a todas las funciones, anteriormente a toda distinción de éstas. La división de estas funciones se produjo en un estado ulterior, que representa ya un estado inferior al «estado primordial», pero en el que cada ser humano, aunque ya no tenía más que algunas posibilidades determinadas, tenía todavía espontáneamente la consciencia efectiva de estas posibilidades. Es sólo en un periodo de mayor oscurecimiento cuando esta consciencia vino a perderse; y, desde entonces, la iniciación devino necesaria para permitir al hombre recobrar, con esta consciencia, el estado anterior al que ella es inherente; tal es en efecto el primero de sus fines, el que se propone más inmediatamente. Eso, para ser posible, implica una transmisión que se remonta, por una «cadena» ininterrumpida, hasta el estado que se trata de restaurar, y así, seguidamente, hasta el «estado primordial» mismo; y todavía, puesto que la iniciación no se detiene ahí, y puesto que los «misterios menores» no son más que la preparación a los «misterios mayores», es decir, a la toma de posesión de los estados superiores del ser, es menester en definitiva remontar más allá incluso de los orígenes de la humanidad; es por eso por lo que la cuestión de un origen «histórico» de la iniciación aparece como enteramente desprovista de sentido. Por lo demás, ocurre lo mismo en lo que concierne al origen de los oficios, de las artes y de las ciencias, considerados en su acepción tradicional y legítima, ya que todos, a través de las diferenciaciones y de las adaptaciones múltiples, pero secundarias, derivan igualmente del «estado primordial», que los contiene a todos en principio, y, por ahí, se ligan a los demás órdenes de existencia, más allá de la humanidad misma, lo que, por lo demás, es necesario para que, cada uno en su rango y según su medida, puedan concurrir efectivamente a la realización del «plan del Gran Arquitecto del Universo».

Debemos agregar todavía que, puesto que los «misterios mayores» tienen como dominio el conocimiento metafísico puro, que es esencialmente uno e inmutable en razón misma de su carácter principial, es solo en el dominio de los «misterios menores» donde pueden producirse desviaciones; y esto podría explicar muchos de los hechos concernientes a algunas organizaciones iniciáticas incompletas. De una manera general, estas desviaciones suponen que el lazo normal con los «misterios mayores» ha sido roto, de suerte que los «misterios menores» han llegado a ser tomados por un fin en sí mismos; y, en estas condiciones, ya no pueden llegar siquiera realmente a su término, sino que se dispersan en cierto modo en un desarrollo de posibilidades más o menos secundarias, desarrollo que, al no estar ordenado ya en vista de un fin superior, corre el riesgo desde entonces de tomar un carácter «inarmónico» que constituye precisamente la desviación. Por otro lado, es también en este mismo dominio de los «misterios menores», y ahí únicamente, donde la contrainiciación es susceptible de oponerse a la iniciación verdadera y de entrar en lucha con ella[20]; el dominio de los «misterios mayores», que se refiere a los estados suprahumanos y al orden puramente espiritual, está, por su naturaleza misma, más allá de una tal oposición, y, por consiguiente, enteramente cerrado a todo lo que no es la verdadera iniciación según la ortodoxia tradicional. De todo eso resulta que la posibilidad de extravío subsiste en tanto que el ser no está reintegrado todavía al «estado primordial», pero que cesa de existir desde que ha alcanzado el centro de la individualidad humana; y es por eso por lo que se puede decir que aquel que ha llegado a este punto, es decir, a la terminación de los «misterios menores», está ya virtualmente «liberado»[21], aunque no pueda estarlo efectivamente más que cuando haya recorrido la vía de los «misterios mayores» y realizado finalmente la «Identidad Suprema».



(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)

CAPÍTULO XL

INICIACIÓN SACERDOTAL E INICIACIÓN REAL


Aunque lo que acaba de ser dicho basta en suma para caracterizar bastante claramente la iniciación sacerdotal y la iniciación real, creemos deber insistir todavía un poco más sobre la cuestión de sus relaciones, en razón de algunas concepciones erróneas que hemos encontrado por diversos lados, y que tienden a presentar cada una de estas dos iniciaciones como formando por sí misma un todo completo, de tal suerte que ya no se trataría de dos grados jerárquicos diferentes, sino de dos tipos doctrinales irreductibles. La intención principal de aquellos que propagan una tal concepción parece ser, en general, oponer las tradiciones orientales, que serían del tipo sacerdotal o contemplativo, y las tradiciones occidentales, que serían del tipo real y guerrero o activo; y, aunque no se llega hasta proclamar la superioridad de éstas sobre aquellas, se pretende al menos ponerlas en un pie de igualdad. Agregamos incidentalmente que esto se acompaña lo más frecuentemente, en lo que concierne a las tradiciones occidentales, de opiniones históricas bastante fantásticas sobre su origen, tales, por ejemplo, como la hipótesis de una «tradición mediterránea» primitiva y única, que muy probablemente no ha existido nunca.

En realidad, en el origen, y anteriormente a la división de las castas, las dos funciones sacerdotal y real no existían en el estado distinto y diferenciado; una y otra estaban contenidas en su principio común, que está más allá de las castas, y del que éstas no han salido más que en una fase ulterior del ciclo de la humanidad terrestre[22]. Por lo demás, es evidente que, desde que se han distinguido las castas, toda organización social ha debido, bajo una forma o bajo otra, conllevarlas a todas igualmente, puesto que ellas representan diferentes funciones que deben coexistir necesariamente; no se puede concebir una sociedad compuesta únicamente de brâhmanes, ni alguna otra compuesta únicamente de kshatriyas. La coexistencia de estas dos funciones implica normalmente su jerarquización, conformemente a su naturaleza propia, y por consiguiente la de los individuos que las desempeñan; el brahman es superior al kshatriya por naturaleza, y no porque haya tomado más o menos arbitrariamente el primer lugar en la sociedad; y lo es porque el conocimiento es superior a la acción, porque el dominio «metafísico» es superior al dominio «físico», como el principio es superior a lo que deriva de él; y de ahí proviene también, no menos naturalmente, la distinción de los «misterios mayores», que constituyen propiamente la iniciación sacerdotal, y de los «misterios menores», que constituyen propiamente la iniciación real.

Dicho eso, toda tradición, para ser regular y completa, debe conllevar a la vez, en su aspecto esotérico, las dos iniciaciones, o más exactamente, las dos partes de la iniciación, es decir, los «misterios mayores» y los «misterios menores», donde, por lo demás, la segunda está esencialmente subordinada a la primera, como lo indican bastante claramente los términos mismos que los designan respectivamente. Esta subordinación no ha podido ser negada más que por los kshatriyas rebeldes, que se han esforzado en invertir las relaciones normales, y que, en algunos casos, han podido lograr constituir una suerte de tradición irregular e incompleta, reducida a lo que corresponde al dominio de los «misterios menores», el único del que tenían conocimiento y que éstos presentan falsamente como la doctrina total[23]. En un parecido caso, únicamente subsiste la iniciación real, por lo demás degenerada y desviada por el hecho mismo de que ya no está vinculada al principio que la legitimaba; en cuanto al caso contrario, aquel en el que sólo existiría la iniciación sacerdotal, es ciertamente imposible encontrar en ninguna parte el menor ejemplo de ello. Eso basta para poner las cosas en su punto: si hay verdaderamente dos tipos de organizaciones tradicionales e iniciáticas, es porque una es regular y normal y la otra irregular y anormal, una completa y la otra incompleta (y, es menester agregar, incompleta por arriba); no podría ser de otro modo, y eso de una manera absolutamente general, tanto en occidente como en oriente.

Ciertamente, en el estado actual de las cosas al menos, como lo hemos dicho en muchas ocasiones, las tendencias contemplativas están mucho más ampliamente extendidas en oriente y las tendencias activas (o más bien «actuantes» en el sentido más exterior) en occidente; pero, a pesar de todo, en eso no se trata más que de una cuestión de proporción, y no de exclusividad. Si hubiera una organización tradicional en occidente (y queremos decir aquí una organización tradicional integral, que poseyera efectivamente los dos aspectos esotérico y exotérico), debería conllevar normalmente, así como ocurre con las de oriente, a la vez la iniciación sacerdotal y la iniciación real, cualesquiera que fueran las formas particulares que pudieran tomar para adaptarse a las condiciones del medio, pero siempre con el reconocimiento de la superioridad de la primera sobre la segunda, y eso cualquiera que fuera por lo demás el número de los individuos que serían respectivamente aptos para recibir la una o la otra de estas dos iniciaciones, ya que en eso el número no cuenta para nada y no podría modificar de ninguna manera lo que es inherente a la naturaleza misma de las cosas[24].

Lo que puede hacer ilusión, es que en occidente, aunque ni la iniciación real ni la iniciación sacerdotal existen ya actualmente[25], se encuentran más fácilmente los vestigios de la primera que los de la segunda; eso se debe ante todo a los lazos que existen generalmente entre la iniciación real y las iniciaciones de oficio, así como lo hemos indicado más atrás, y en razón de los cuales, pueden encontrarse tales vestigios en las organizaciones derivadas de estas iniciaciones de oficio y que subsisten todavía hoy día en el mundo occidental[26]. Hay también algo más: por un fenómeno bastante extraño, se ve reaparecer a veces, de una manera más o menos fragmentaria, pero no obstante muy reconocible, algo de esas tradiciones disminuidas y desviadas que, en circunstancias muy diversas de tiempos y de lugares, fueron el producto de la rebelión de los kshatriyas, y cuyo carácter «naturalista» constituye siempre su marca principal[27]. Sin insistir más en ello, solo señalaremos la preponderancia acordada frecuentemente, en parecido caso, a un cierto punto de vista «mágico» (y, por lo demás, en esto no hay que entender exclusivamente la búsqueda de efectos exteriores más o menos extraordinarios, como es el caso cuando no se trata más que de pseudoiniciación), resultado de la alteración de las ciencias tradicionales separadas de su principio metafísico[28].

Por lo demás, la «mezcla de las castas», es decir, en suma la destrucción de toda verdadera jerarquía, característica del último periodo del Kali Yuga[29], hace más difícil, sobre todo para aquellos que no van hasta el fondo de las cosas, determinar exactamente la naturaleza real de elementos como éstos a los que hacemos alusión; y, sin duda, todavía no hemos llegado al grado más extremo de la confusión. El ciclo histórico, comenzado en un nivel superior a la distinción de las castas, debe terminar, por un descenso gradual cuyas diferentes etapas hemos delineado en otra parte[30], en un nivel inferior a esta misma distinción, ya que, evidentemente, como lo hemos indicado más atrás, hay dos maneras opuestas de estar fuera de las castas: se puede estar más allá o más acá, por encima de la más alta o por debajo de la más baja de entre ellas; y, si el primero de estos dos casos era normalmente el de los hombres del comienzo del ciclo, el segundo devendrá el de la inmensa mayoría en su fase final; ya se ven indicios bastante claros de ello como para que sea inútil detenernos más en este punto, ya que, a menos de estar completamente cegado por algunos prejuicios, nadie puede negar que la tendencia a una nivelación por abajo sea uno de los caracteres más llamativos de la época actual[31].

No obstante, se podría objetar esto: si el fin de un ciclo debe coincidir necesariamente con el comienzo de otro, ¿cómo podrá juntarse el punto más bajo con el punto más alto? Ya hemos respondido en otra parte a esta cuestión[32]: en efecto, deberá operarse un enderezamiento, y no será posible, precisamente, más que cuando se haya alcanzado el punto más bajo: esto se vincula propiamente al secreto de la «inversión de los polos». Por otra parte, este enderezamiento deberá ser preparado, incluso visiblemente, antes del fin del ciclo actual; pero no podrá serlo más que por aquel que, uniendo en él las potencias del Cielo y de la Tierra, las del oriente y del occidente, manifestará al exterior, a la vez en el dominio del conocimiento y en el de la acción, el doble poder sacerdotal y real conservado a través de las edades, en la integridad de su principio único, por los detentadores ocultos de la Tradición primordial. Por lo demás, sería vano querer buscar saber ahora cuándo y cómo se producirá una tal manifestación, y sin duda será muy diferente de todo lo que se podría imaginar a este respecto; los «misterios del Polo» (el-asrâr-el-qutbâniyah) están ciertamente bien guardados, y nada de ellos podrá ser conocido en el exterior antes de que se cumpla el tiempo fijado.



(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)

CAPÍTULO XLI

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL HERMETISMO


Hemos dicho precedentemente que los Rosa-Cruz eran propiamente seres llegados a la terminación efectiva de los «misterios menores», y que la iniciación rosacruciana, inspirada por ellos, era una forma particular que se vinculaba al hermetismo cristiano; relacionando esto con lo que acabamos de explicar en último lugar, se debe poder comprender ya que el hermetismo, de una manera general, pertenece al dominio de lo que se designa como la «iniciación real». No obstante, será bueno aportar todavía algunas precisiones sobre este punto, ya que ahí también se han introducido muchas confusiones, y la palabra «hermetismo» misma es empleada por muchos de nuestros contemporáneos de una manera muy vaga e incierta; en eso no queremos hablar sólo de los ocultistas, para los cuales la cosa es muy evidente, pero hay otros que, aunque estudian la cuestión de una manera más seria, quizás a causa de algunas ideas preconcebidas, no parecen haberse dado cuenta muy exactamente de lo que se trata en realidad.

Es menester notar primeramente que esta palabra «hermetismo» indica que se trata de una tradición de origen egipcio, revestida después de una forma helenizada, sin duda en la época alejandrina, y transmitida bajo esta forma, en la edad media, a la vez al mundo islámico y al mundo cristiano, y, agregaremos, al segundo en gran parte por la intermediación del primero[33], como lo prueban los numerosos términos árabes o arabizados adoptados por los hermetistas europeos, comenzando por la palabra misma de «alquimia» (el-kimyâ)[34]. Así pues, sería completamente abusivo extender esta designación a otras formas tradicionales, como lo sería otro tanto por ejemplo, llamar «Kabbala» a otra cosa que al esoterismo hebraico[35]; bien entendido, no es que no existan equivalentes suyos en otras partes, pues estos equivalentes existen ciertamente, de suerte que esta ciencia tradicional que es la alquimia[36] tiene su correspondencia exacta en doctrinas como las de la India, del Tíbet y de la China, aunque con modos de expresión y métodos de realización naturalmente bastante diferentes; pero, desde que se pronuncia el nombre de «hermetismo», con eso se especifica una forma claramente determinada, cuya proveniencia no puede ser otra que grecoegipcia. En efecto, la doctrina que se designa así se atribuye por eso mismo a Hermes, en tanto que éste era considerado por los griegos como idéntico al Thoth egipcio; por lo demás, esto presenta a esta doctrina como esencialmente derivada de una enseñanza sacerdotal, ya que Thoth, en su papel de conservador y de transmisor de la tradición, no es otra cosa que la representación misma del antiguo sacerdocio egipcio, o más bien, para hablar más exactamente, del principio de inspiración «suprahumano» del que éste tenía su autoridad y en nombre del cual formulaba y comunicaba el conocimiento iniciático. Sería menester no ver en eso la menor contradicción con el hecho de que esta doctrina pertenece propiamente al dominio de la iniciación real, ya que debe entenderse bien que, en toda tradición regular y completa, es el sacerdocio el que, en virtud de su función esencial de enseñanza, confiere igualmente las dos iniciaciones, directa o indirectamente, y quien asegura así la legitimidad efectiva de la iniciación real misma, al vincularla a su principio superior, de la misma manera que el poder temporal no puede sacar su legitimidad más que de una consagración recibida de la autoridad espiritual[37].

Dicho eso, la cuestión principal que se plantea es ésta: lo que se ha mantenido bajo este nombre de «hermetismo», ¿puede ser considerado como constituyendo una doctrina tradicional completa en sí misma? La respuesta no puede ser más que negativa, ya que en eso no se trata estrictamente más que de un conocimiento que no es de orden metafísico, sino sólo cosmológico, entendiendo esta palabra en su doble aplicación «macrocósmica» y «microcósmica», ya que no hay que decir que, en toda concepción tradicional, hay siempre una estrecha correspondencia entre estos dos puntos de vista. Por consiguiente, no es admisible que el hermetismo, en el sentido que esta palabra ha tomado desde la época alejandrina y que ha guardado constantemente desde entonces, represente, aunque sea a título de «readaptación», la integridad de la tradición egipcia, tanto más cuanto que eso sería claramente contradictorio con el papel esencial desempeñado en ésta por el sacerdocio, papel que acabamos de recordar; aunque, a decir verdad, el punto de vista cosmológico parece haber sido desarrollado especialmente en él, en la medida al menos en la que todavía es posible actualmente saber algo a su respecto, por poco preciso que sea, y aunque sea en todo caso lo más sobresaliente que hay en todos los vestigios suyos que subsisten todavía, ya se trate de texto o de monumentos, es menester no olvidar que el punto de vista cosmológico no puede ser nunca más que un punto de vista secundario y contingente, una aplicación de la doctrina principial al conocimiento de lo que podemos llamar el «mundo intermediario», es decir, del dominio de la manifestación sutil donde se sitúan los prolongamientos extracorporales de la individualidad humana, o las posibilidades mismas cuyo desarrollo concierne propiamente a los «misterios menores»[38].

Podría ser interesante, pero sin duda bastante difícil, buscar cómo esta parte de la tradición egipcia ha podido encontrarse en cierto modo aislada y conservarse de una manera aparentemente independiente, incorporarse después al esoterismo islámico y al esoterismo cristiano de la edad media (lo que, por lo demás, no habría podido constituir una doctrina completa), hasta el punto de devenir verdaderamente parte integrante del uno y del otro, y de proporcionarles todo un simbolismo que, por una transposición conveniente, ha podido servir incluso a veces de vehículo a verdades de un orden más elevado[39]. No queremos entrar aquí en estas consideraciones históricas demasiado complejas; sea como sea, en lo que concierne a esta cuestión particular, recordaremos que las ciencias del orden cosmológico son efectivamente aquellas que, en las civilizaciones tradicionales, han sido sobre todo el patrimonio de los kshatriyas o de sus equivalentes, mientras que la metafísica pura era propiamente, como ya lo hemos dicho, el de los brâhmanes. Por eso es por lo que, debido a un efecto de la rebelión de los kshatriyas contra la autoridad espiritual de los brâhmanes, se han podido ver constituirse a veces corrientes tradicionales incompletas, reducidas únicamente a estas ciencias separadas de su principio transcendente, e incluso, así como lo hemos indicado más atrás, desviadas en el sentido «naturalista», por la negación de la metafísica y el desconocimiento del carácter subordinado de la ciencia «física»[40], así como también (puesto que las dos cosas se dan estrechamente, como las explicaciones que hemos dado ya deben hacerlo comprender suficientemente) por el desconocimiento del origen esencialmente sacerdotal de toda enseñanza iniciática, incluso de la destinada más particularmente al uso de los kshatriyas. Esto no quiere decir, ciertamente, que el hermetismo constituya en sí mismo una tal desviación o que implique nada de ilegítimo, lo que, evidentemente, habría hecho imposible su incorporación a formas tradicionales ortodoxas; pero es menester reconocer que, en efecto, puede prestarse a ello bastante fácilmente por su naturaleza misma, por poco que se presenten circunstancias favorables a esta desviación[41]; y, por lo demás, más generalmente, ese es el peligro de todas las ciencias tradicionales, cuando se cultivan en cierto modo por sí mismas, lo que expone a perder de vista su vinculamiento al orden principial. La alquimia, que, por así decir, se podría definir como la «técnica» del hermetismo, es en realidad un «arte real», si se entiende por ello un modo de iniciación más especialmente apropiado a la naturaleza de los kshatriyas[42]; pero eso mismo marca precisamente su lugar exacto en el conjunto de una tradición regularmente constituida, y, además, es menester no confundir los medios de una realización iniciática, cualesquiera que puedan ser, con su meta, que, en definitiva, es siempre el conocimiento puro.

Por otro lado, es menester desconfiar perfectamente de una cierta asimilación que se tiende a veces a establecer entre el hermetismo y la «magia»; incluso si se quiere entonces tomar ésta en un sentido bastante diferente de aquel en el que se la entiende de ordinario, es muy de temer que eso mismo, que es en suma un abuso de lenguaje, no pueda sino provocar confusiones más bien enojosas. En su sentido propio, la magia no es en efecto, como ya lo hemos explicado ampliamente, más que una de las más inferiores entre todas las aplicaciones del conocimiento tradicional, y no vemos que pueda haber la menor ventaja en evocar su idea cuando se trata en realidad de cosas que, aunque son todavía contingentes, son no obstante de un nivel notablemente más elevado. Por lo demás, puede que en eso haya también algo más que una simple cuestión de terminología mal aplicada: esta palabra «magia» ejerce sobre algunos, en nuestra época, una extraña fascinación, y, como ya lo hemos anotado, la preponderancia acordada a un tal punto de vista, aunque no fuera más que de intención, está ligada también a la alteración de las ciencias tradicionales separadas de su principio metafísico; sin duda, ese es el escollo principal contra el que corre el riesgo de estrellarse toda tentativa de reconstitución o de restauración de tales ciencias, si no se comienza por lo que es verdaderamente el comienzo bajo todas las relaciones, es decir, por el principio mismo, que es también, al mismo tiempo, el fin en vista del cual todo lo demás debe estar normalmente ordenado.

Otro punto sobre el que hay lugar a insistir, es la naturaleza puramente «interior» de la verdadera alquimia, que es propiamente de orden psíquico cuando se la toma en su aplicación más inmediata, y de orden espiritual cuando se la transpone a su sentido superior; y, en realidad, eso es lo que constituye todo su valor desde el punto de vista iniciático. Por consiguiente, esta alquimia no tiene nada que ver con las operaciones materiales de una «química» cualquiera, en el sentido actual de esta palabra; casi todos los modernos se han equivocado extrañamente sobre esto, tanto aquellos que han querido constituirse en defensores de la alquimia como aquellos que, por el contrario, se han hecho sus detractores; y esta equivocación es todavía menos excusable en los primeros que en los segundos que, al menos, nunca han pretendido, ciertamente, la posesión de un conocimiento tradicional cualquiera. No obstante, es muy fácil ver en qué términos los antiguos hermetistas hablan de los «sopladores» y «quemadores de carbón», en los que es menester reconocer a los verdaderos precursores de los químicos actuales, por poco halagador que sea para estos últimos; e, inclusive en el siglo XVIII todavía, un alquimista como Pernety no deja de subrayar en toda ocasión la diferencia entre la «filosofía hermética» y la «química vulgar». Así pues, como ya lo hemos dicho en muchas ocasiones al mostrar el carácter de «residuo» que tienen las ciencias profanas en relación a las ciencias tradicionales (pero éstas son cosas tan completamente extrañas a la mentalidad actual que nunca se podría insistir demasiado en ello), lo que ha dado nacimiento a la química moderna, no es la alquimia, con la que no tiene en suma ninguna relación real (como tampoco la tiene, por lo demás, con la «hiperquímica» imaginada por algunos ocultistas contemporáneos)[43]; la química moderna no es más que una deformación o una desviación suya, salida de la incomprehensión de aquellos que, profanos desprovistos de toda cualificación iniciática e incapaces de penetrar en una medida cualquiera el verdadero sentido de los símbolos, tomaron todo al pie de la letra, según la acepción más exterior y más vulgar de los términos empleados, y, creyendo así que no se trataba en todo eso más que de operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos desordenada, y en todo caso bastante poco digna de interés bajo más de un aspecto[44]. En el mundo árabe igualmente, la alquimia material ha sido siempre muy poco considerada, y a veces asimilada incluso a una suerte de brujería, mientras que, por el contrario, se tenía en un honor muy elevado a la alquimia «interior» y espiritual, designada frecuentemente bajo el nombre de kimyâ es-saâdah o «alquimia de la felicidad»[45].

Por lo demás, eso no quiere decir que sea menester negar la posibilidad de las transmutaciones metálicas, que representan la alquimia a los ojos del vulgo; pero es menester reducirlas a su justa importancia, que no es mayor en suma que la de experiencias «científicas» cualesquiera, y no confundir cosas que son de un orden totalmente diferente; a priori, no se ve por qué no podría ocurrir que tales transmutaciones sean realizadas por procedimientos que dependen simplemente de la química profana (y, en el fondo, la «hiperquímica» a la que hacíamos alusión hace un momento no es otra cosa que una tentativa de este género)[46]. No obstante, hay otro aspecto de la cuestión: el ser que ha llegado a la realización de algunos estados interiores, puede, en virtud de la relación analógica del «microcosmos» y del «macrocosmos», producir exteriormente efectos correspondientes; así pues, es perfectamente admisible que aquel que ha llegado a un cierto grado en la práctica de la alquimia «interior» sea capaz, por eso mismo, de efectuar transmutaciones metálicas u otras cosas del mismo orden, pero eso a título de consecuencia completamente accidental, y sin recurrir a ninguno de los procedimientos de la pseudoalquimia material, sino únicamente por una suerte de proyección al exterior de las energías que lleva en sí mismo. Por lo demás, aquí hay que hacer todavía una distinción esencial: en eso no puede tratarse más que de una acción de orden psíquico, es decir, de la puesta en obra de influencias sutiles pertenecientes al dominio de la individualidad humana, y entonces todavía se trata de alquimia material, si se quiere, pero operando por medios completamente diferentes a los de la pseudoalquimia, que se refieren exclusivamente al dominio corporal; o bien, para un ser que ha alcanzado un grado de realización más elevado, puede tratarse de una acción exterior de verdaderas influencias espirituales, como la que se produce en los «milagros» de las religiones, de los cuales ya hemos dicho algunas palabras precedentemente. Entre estos casos, hay una diferencia comparable a la que separa la «teúrgia» de la magia (aunque, lo repetimos todavía, no sea de magia de lo que se trata propiamente aquí, de suerte que no indicamos esto más que a título de similitud), puesto que, en suma, esta diferencia es la misma que hay entre el orden espiritual y el orden psíquico; si los efectos aparentes son a veces los mismos por una parte y por otra, las causas que los producen no son por eso menos total y profundamente diferentes. Por lo demás, agregaremos que aquellos que poseen realmente tales poderes[47] se abstienen cuidadosamente de hacer exhibición de ellos para impresionar al gentío, e incluso no hacen generalmente ningún uso de ellos, al menos fuera de ciertas circunstancias particulares donde su ejercicio se encuentra legitimado por otras consideraciones[48].

Sea como sea, lo que es menester no perder de vista nunca, y lo que está en la base misma de toda enseñanza verdaderamente iniciática, es que toda realización digna de este nombre es de orden esencialmente interior, incluso si es susceptible de tener en el exterior repercusiones de cualquier género que sea. El hombre no puede encontrar sus principios más que en sí mismo, y puede encontrarlos porque lleva en sí mismo la correspondencia de todo lo que existe, ya que es menester no olvidar que, según una fórmula del esoterismo islámico, «El hombre es el símbolo de la Existencia universal»[49]; y, si llega a penetrar hasta el centro de su propio ser, alcanza por eso mismo el conocimiento total, con todo lo que implica por añadidura: «El que se conoce a Sí mismo, conoce a su Señor»[50], y conoce entonces todas las cosas en la suprema unidad del Principio mismo, en el que está contenida «eminentemente» toda realidad.



(Obra: El Esoterismo de Dante)

Capítulo IV: DANTE Y EL ROSACRUCISMO


El mismo reproche de insuficiencia que hemos formulado respecto a Rossetti y Aroux puede ser dirigido también a Éliphas Lévi, que, aunque afirma una relación con los Misterios antiguos, ha visto en ellos sobre todo una aplicación política, o político-religiosa, que no tiene a nuestros ojos más que una importancia secundaria, y que ha cometido siempre el error de suponer que las organizaciones propiamente iniciáticas se han comprometido directamente en las luchas exteriores. He aquí, en efecto, lo que dice este autor en su Histoire de la Magie: «Se han multiplicado los comentarios y los estudios sobre la obra de Dante, y nadie, que sepamos, ha señalado su verdadero carácter. La obra del gran gibelino es una declaración de guerra al Papado por la revelación atrevida de los misterios. La epopeya de Dante es johanita[51] y gnóstica; es una aplicación atrevida de las figuras y de los números de la Kabbala a los dogmas cristianos, y una negación secreta de todo lo que hay de absoluto en estos dogmas. Su viaje a través de los mundos sobrenaturales se cumple como la iniciación a los misterios de Eleusis y de Tebas. Es Virgilio quien le conduce y le protege en los círculos del nuevo Tártaro, como si Virgilio, el tierno y melancólico profeta de los destinos del hijo de Polión, fuera a los ojos del poeta florentino el padre ilegítimo, pero verdadero, de la epopeya cristiana. Gracias al genio pagano de Virgilio, Dante escapa de ese abismo sobre cuya puerta había leído una sentencia de desesperanza; y escapa de allí poniendo su cabeza en el lugar de sus pies y sus pies en el lugar de su cabeza, es decir, tomando el contrapié del dogma, y entonces remonta a la luz sirviéndose para ello del demonio mismo como de una escala monstruosa; escapa a lo espantoso a fuerza de espanto, a lo horrible a fuerza de horror. El Infierno, parece, no es un atolladero más que para aquellos que no saben darse la vuelta; Dante toma al diablo a contrapelo, si me es permisible emplear aquí esta expresión familiar, y se emancipa por su audacia. Es ya el protestantismo rebasado, y el poeta de los enemigos de Roma ya ha descubierto a Fausto al subir al Cielo sobre la cabeza de Mefístoles vencido[52]».
En realidad, la voluntad de «revelar misterios», suponiendo que la cosa sea posible (y no lo es, porque el verdadero misterio no es más que inexpresable), y la decisión de «tomar el contrapié del dogma», o de invertir conscientemente el sentido y el valor de los símbolos, no serían las marcas de una iniciación muy alta. Afortunadamente, no vemos por nuestra parte, nada de tal en Dante, cuyo esoterismo se envuelve más bien al contrario en un velo bastante difícilmente penetrable, al mismo tiempo que se apoya sobre bases estrictamente tradicionales; hacer de él un precursor del protestantismo, y quizás también de la Revolución, simplemente porque fue un adversario del Papado sobre el terreno político, es desconocer enteramente su pensamiento y no comprender nada del espíritu de su época.
Hay todavía otra cosa que nos parece difícilmente sostenible: es la opinión que consiste en ver en Dante un «kabalista» en el sentido propio de esta palabra; y aquí somos tanto más llevados a desconfiar cuanto que sabemos muy bien cuántos de nuestros contemporáneos se ilusionan fácilmente sobre este tema, creyendo encontrar Kábala por todas partes donde hay una forma cualquiera de esoterismo. ¿No hemos visto a un escritor masónico afirmar gravemente que Kábala y Caballería son una sola y misma cosa, y, a pesar de las más elementales nociones lingüísticas, que las dos palabras mismas tienen un origen común?[53]. En presencia de tales inverosimilitudes, se comprenderá la necesidad de mostrarse circunspecto, y de no contentarse con vagas aproximaciones para hacer de tal o de cual personaje un kabalista; ahora bien, la Kábala es esencialmente la tradición hebraica[54], y no tenemos ninguna prueba de que una influencia judía se haya ejercido directamente sobre Dante[55]. Lo que ha dado nacimiento a tal opinión, es únicamente el empleo que hace de la ciencia de los números; pero si esta ciencia existe efectivamente en la Kábala hebraica y tiene en ella un lugar de los más importantes, también se encuentra en otras partes; ¿se llegará pues a pretender igualmente, bajo el mismo pretexto, que Pitágoras era también un kabalista?[56]. Como ya lo hemos dicho, es más bien al Pitagorismo que a la Kábala al que, en este aspecto, se podría vincular Dante, que, muy probablemente, conoció sobre todo del Judaísmo lo que el Cristianismo ha conservado de él en su propia doctrina.
«Observaremos también, continúa Éliphas Lévi, que el Infierno de Dante no es más que un Purgatorio negativo. Nos explicamos: su Purgatorio parece haberse formado en su Infierno como en un molde, es la cubierta y como el tapón del abismo, y se comprende que el titán florentino, al escalar el Paraíso, quisiera arrojar de un puntapié el Purgatorio al Infierno». Esto es verdad en un sentido, puesto que el monte del Purgatorio se formó, en el hemisferio austral, con los materiales rechazados del seno de la tierra cuando la caída de Lucifer cavó el abismo; pero no obstante el Infierno tiene nueve círculos, que son como un reflejo inverso de los nueve cielos, mientras que el Purgatorio no tiene más que siete divisiones; la simetría no es pues exacta en todos los aspectos.
«Su cielo se compone de una serie de círculos kabalísticos divididos por una cruz como el pantáculo de Ezequiel; en el centro de esa cruz florece una rosa, y vemos aparecer por primera vez, expuesto públicamente y casi categóricamente explicado, el símbolo de los Rosa-Cruz». Por lo demás, hacia la misma época, este mismo símbolo había de aparentar también, aunque quizás de una manera un poco menos clara, en otra obra poética célebre: el Roman de la Rose. Éliphas Lévi piensa que «el Roman de la Rose y la Divina Comedia son las dos formas opuestas (sería más justo decir complementarias) de una misma obra: la iniciación a la independencia del espíritu, la sátira de todas las instituciones contemporáneas y la fórmula alegórica de los grandes secretos de la Sociedad de los Rosa-Cruz», la cual, a decir verdad, no llevaba todavía este nombre, y además, lo repetimos, no fue nunca (salvo en algunas ramas tardías y más o menos desviadas) una «sociedad» constituida con todas las formas exteriores que implica esta palabra. Por otra parte, la «independencia del espíritu» o, para decirlo mejor, la independencia intelectual no era, en la Edad Media, una cosa tan excepcional como los modernos imaginan de ordinario, y los monjes mismos no se privaban de una crítica muy libre, cuyas manifestaciones se pueden encontrar hasta en las esculturas de las catedrales; todo eso no tiene nada de propiamente esotérico, y hay, en las obras de que se trata, algo mucho más profundo.
«Estas importantes manifestaciones del ocultismo, dice también Éliphas Lévi, coinciden con la época de la caída de los Templarios, puesto que Jean de Meung o Clopinel, contemporáneo de la ancianidad de Dante, florecía durante sus más bellos años en la corte de Felipe el Hermoso. Es un libro profundo bajo una forma ligera[57], es una revelación tan sabia como la de Apuleyo de los misterios del ocultismo. La rosa de Flamel, la de Jean de Meung y la de Dante han nacido sobre el mismo rosal»[58].
Sobre estas últimas líneas, no haremos más que una reserva: y es que la palabra «ocultismo», que ha sido inventada por Éliphas Lévi mismo, conviene muy poco para designar lo que existió anteriormente a él, sobre todo si se piensa en lo que ha devenido el ocultismo contemporáneo, que, aunque se da por una restauración del esoterismo, no ha llegado a ser más que una grosera caricatura del mismo, porque sus dirigentes no estuvieron nunca en posesión de los verdaderos principios ni de ninguna iniciación seria. Éliphas Lévi sería sin duda el primero en desaprobar a sus pretendidos sucesores, a los que era ciertamente muy superior intelectualmente, aunque estaba muy lejos de ser realmente tan profundo como quiere parecer, al haber cometido el error de considerar todas las cosas a través de la mentalidad de un revolucionario de 1848. Si nos hemos entretenido un poco en discutir su opinión, es porque sabemos bien que su influencia ha sido grande, incluso sobre aquellos que apenas sí le han comprendido, y porque pensamos que es bueno fijar los límites en los cuales su competencia puede ser reconocida: su principal defecto, que es el de su tiempo, es poner las preocupaciones sociales en el primer plano y mezclarlas con todo indistintamente; en la época de Dante, ciertamente se sabía situar mejor cada cosa en el lugar que debe convenirle normalmente en la jerarquía universal.
Lo que ofrece un interés muy particular para la historia de las doctrinas esotéricas, es la constatación de que varias manifestaciones importantes de estas doctrinas coinciden, en pocos años, con la destrucción de la Orden del Temple; hay una relación incontestable, aunque bastante difícil de determinar con precisión, entre estos diversos acontecimientos. Por consiguiente, en los primeros años del siglo XIV, y sin duda ya en el curso del siglo precedente, había, tanto en Francia como en Italia, una tradición secreta («oculta» si se quiere, pero no «ocultista»), la misma que debía llevar más tarde el nombre de tradición rosacruciana. La denominación de Fraternitas Rosæ-Crucis aparece por primera vez en 1374, o incluso, según algunos (concretamente Michel Maier), en 1413; y la leyenda de Christian Rosenkreutz, el fundador supuesto cuyo nombre y cuya vida son puramente simbólicos, quizás no fue enteramente constituida más que en el siglo XVI; pero, acabamos de ver que el símbolo de la Rosa-Cruz es ciertamente muy anterior.
Aquella doctrina esotérica, cualquiera que sea la designación particular que se le quiera dar hasta la aparición del Rosacrucismo propiamente dicho (si es que se encuentra necesario darle una), presentaba caracteres que permiten hacerla entrar en lo que se llama bastante generalmente el hermetismo. La historia de esta tradición hermética está íntimamente ligada a la de las Órdenes de caballería; y, en la época de que nos ocupamos, era conservada por organizaciones iniciáticas como la de la Fede Santa y de los Fieles de Amor, y también por aquella Massenie del Santo Graal de la que el historiador Henri Martin habla en estos términos[59], precisamente a propósito de las novelas de caballería, que son también una de las grandes manifestaciones literarias del esoterismo en la Edad Media: «En el Titurel, la leyenda del Grial alcanza su última y espléndida transfiguración, bajo la influencia de ideas que Wolfram[60] parecía haber embebido en Francia, y particularmente en los Templarios del mediodía de Francia. Ya no es pues en isla de Bretaña, sino en Galia, cerca de los confines de España, donde el Grial está conservado. Un héroe llamado Titurel funda un templo para depositar en él el santo Vaso, y es el profeta Merlín quien dirige esa construcción misteriosa, iniciado como ha sido por José de Arimatea en persona en el plano del Templo por excelencia, es decir, del Templo de Salomón[61]. La Caballería del Grial deviene aquí la Massenie, es decir, una Franc-Masonería ascética, cuyos miembros se llaman los Templistas, y se puede entender aquí la intención de religar a un centro común, figurado por este Templo ideal, la Orden de los Templarios y las numerosas confraternidades de constructores que renovaron por entonces la arquitectura de la Edad Media. Se entrevén en eso muchas aberturas sobre lo que se podría llamar la historia subterránea de aquellos tiempos, mucho más complejos de lo que se cree generalmente… Lo que es muy curioso y de lo que apenas si se puede dudar, es de que la Francmasonería moderna se remonta de escalón en escalón hasta la Massenie du Saint Graal»[62].
Sería quizás imprudente adoptar de una manera demasiado exclusiva la opinión expresada en la última frase, porque los vínculos de la Masonería moderna con las organizaciones anteriores son, ellos también, extremadamente complejos; pero por ello no será menos bueno tenerla en cuenta, ya que en eso se puede ver al menos la indicación de uno de los orígenes reales de la Masonería. Todo eso puede ayudar a entender en cierta medida los medios de transmisión de las doctrinas esotéricas a través de la Edad Media, así como la oscura filiación de las organizaciones iniciáticas en el curso de ese mismo periodo, durante el que fueron verdaderamente secretas en la más completa acepción de esta palabra.



(De la obra: EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ)
CAPÍTULO III
 
EL SIMBOLISMO METAFÍSICO DE LA CRUZ

La mayoría de las doctrinas tradicionales simbolizan la realización del «Hombre Universal» por un signo que es por todas partes el mismo, porque, como lo decíamos al comienzo, es de aquellos que se vinculan directamente a la tradición primordial: es el signo de la cruz, que representa muy claramente la manera en que esta realización se alcanza por la comunión perfecta de la totalidad de los estados del ser, armónica y conformemente jerarquizados, en expansión integral en los dos sentidos de la «amplitud» y de la «exaltación»[63]. En efecto, esta doble expansión del ser puede considerarse como efectuándose, por una parte, horizontalmente, es decir, en cierto nivel o grado de existencia determinado, y por otra, verticalmente, es decir, en la superposición jerarquizada de todos los grados. Así, el sentido horizontal representa la «amplitud» o la extensión integral de la individualidad tomada como base de la realización, extensión que consiste en el desarrollo indefinido de un conjunto de posibilidades sometidas a algunas condiciones especiales de manifestación; debe entenderse bien que, en el caso del ser humano, esta extensión no está limitada de ningún modo a la parte corporal de la individualidad, sino que comprende todas las modalidades de ésta, puesto que el estado corporal no es propiamente más que una de estas modalidades. El sentido vertical representa la jerarquía, indefinida también y con mayor razón, de los estados múltiples, cada uno de los cuales, considerado del mismo modo en su integralidad, es uno de estos conjuntos de posibilidades, que se refieren a otros tantos «mundos» o grados, y que están comprendidos en la síntesis total del «Hombre Universal»[64]. En esta representación crucial, la expansión horizontal corresponde pues a la indefinidad de las modalidades posibles de un mismo estado de ser considerado integralmente, y la superposición vertical a la serie indefinida de los estados del ser total.
No hay que decir, por lo demás, que el estado cuyo desarrollo es figurado por la línea horizontal puede ser un estado cualquiera; de hecho será el estado en el que se encuentra actualmente, en cuanto a su manifestación, el ser que realiza el «Hombre Universal», estado que es para él el punto de partida y el soporte o la base de esta realización. Todo estado, cualquiera que sea, puede proporcionar a un ser una tal base, así como se verá más claramente después; si consideramos más particularmente a este respecto el estado humano, es porque éste, siendo el nuestro, nos concierne más directamente, de suerte que el caso que vamos a tratar sobre todo es el de los seres que parten de este estado para efectuar la realización; pero debe entenderse bien que, desde el punto de vista metafísico puro, este caso no constituye de ningún modo un caso privilegiado.
Se debe comprender desde ahora que la totalización efectiva del ser, al estar más allá de toda condición, es la misma cosa que lo que la doctrina hindú llama la «Liberación» (Moksha), o lo que el esoterismo islámico llama la «Identidad Suprema»[65]. Por lo demás, en esta última forma tradicional, se enseña que el «Hombre Universal», en tanto que es representado por el conjunto «Adam-Eva», tiene el número de Allah, lo que es en efecto una expresión de la «Identidad Suprema»[66]. A propósito de esto, es menester hacer una precisión que es en extremo importante, ya que se podría objetar que la designación de «Adam-Eva», aunque sea ciertamente susceptible de transposición, no se aplica, en su sentido propio, más que al estado humano primordial: es que, si la «Identidad Suprema» no está realizada efectivamente más que en la totalización de los estados múltiples, se puede decir que en cierto modo ya está realizada virtualmente en el «estado edénico», en la integración del estado humano llevado a su centro original, centro que, por lo demás, como se verá, es el punto de comunicación directa con los demás estados[67].
Por otra parte, se podría decir también que la integración del estado humano, o de no importa cuál otro estado, representa, en su orden y a su grado, la totalización misma del ser; y esto se traducirá muy claramente en el simbolismo geométrico que vamos a exponer. Si ello es así, es porque se puede encontrar en todas las cosas, concretamente en el hombre individual, e incluso más particularmente todavía en el hombre corporal, la correspondencia y como la figuración del «Hombre Universal», puesto que cada una de las partes del Universo, ya se trate por lo demás de un mundo o de un ser particular, es por todas partes y siempre, análoga al todo. Así, un filósofo tal como Leibnitz tuvo razón, ciertamente, al admitir que toda «substancia individual» (con las reservas que hemos hecho más atrás sobre el valor de esta expresión) debe contener en sí misma una representación integral del Universo, lo que es una aplicación correcta de la analogía del «macrocosmo» y del «microcosmo»[68]; pero, al limitarse a la consideración de la «substancia individual» y al querer hacer de ella el ser mismo, un ser completo e incluso cerrado, sin ninguna comunicación real con nada que le rebase, se impidió pasar del sentido de la «amplitud» al de la «exaltación», y así privó a su teoría de todo alcance metafísico verdadero[69]. Nuestra intención no es de ningún modo entrar aquí en el estudio de las concepciones filosóficas, cualesquiera que puedan ser, como tampoco en el de toda otra cosa que dependa igualmente del dominio «profano»; pero esta precisión se nos presentaba naturalmente, como una aplicación casi inmediata de lo que acabamos de decir sobre los dos sentidos según los cuales se efectúa la expansión del ser total.
Para volver al simbolismo de la cruz, debemos observar todavía que ésta, además de la significación metafísica y principial de la que hemos hablado exclusivamente hasta aquí, tiene otros diversos sentidos más o menos secundarios y contingentes; y ello debe ser así normalmente, según lo que hemos dicho, de una manera general, de la pluralidad de los sentidos incluidos en todo símbolo. Antes de desarrollar la representación geométrica del ser y de sus estados múltiples, tal como se encierra sintéticamente en el signo de la cruz, y de penetrar en el detalle de este simbolismo, bastante complejo cuando se le quiere llevar tan lejos como es posible, hablaremos un poco de esos otros sentidos, ya que, aunque las consideraciones a las que se refieren no constituyen el objeto propio de la presente exposición, todo eso está ligado sin embargo de una cierta manera, y a veces incluso más estrechamente de lo que se estaría tentado a creer, siempre en razón de esta ley de correspondencia que hemos señalado desde el comienzo como el fundamento mismo de todo simbolismo.



(De la obra: Estudios sobre la Franc-masonería I)

Capítulo VI:  ACERCA DE LOS “ROSA-CRUZ DE LYON"
Actualmente los escritos sobre Martines de Pasqually y sus discípulos se multiplican en este momento de manera bastante curiosa: tras el libro de Le Forestier sobre el que tratamos en esta Revista el mes pasado, he aquí que Paul Vulliaud publica a su vez una obra titulada Les Rose-Croix lyonnais au XVIIIe. Siècle1. Dicho título no nos parece tan justificado, ya que, en este libro, a decir verdad, fuera de la introducción, no se trata en lo más mínimo de los Rosa-Cruz: ¿podría ser que se haya inspirado en la famosa denominación de “Réau-Croix", de la cual Vulliaud, por lo demás, no se preocupó en absoluto de hallar explicación? Es muy posible,  pero el uso del término no implica filiación alguna histórica de los Rosa-Cruz propiamente dichos con los Elegidos Cohen y, en todo caso, no hay razón para agrupar en el mismo epíteto organizaciones tales como la Estricta Observancia y el Régimen Escocés Rectificado, que, ni en su espíritu ni en su forma tenían sin duda ningún carácter rosacruciano. Pero diremos más: en aquellos ritos masónicos donde existe un “grado Rosa-Cruz”, se tomó prestado del Rosacrucismo solamente un símbolo, y llamar sin otra justificación “Rosa-Cruz” a sus poseedores sería un equívoco bastante lamentable; hay algo parecido en el título elegido por Vulliaud, quien por lo demás utiliza asimismo otras terminologías, que parecen análogamente carecer de un sentido claro, como por ejemplo el término de “Iluminados"; tales términos se emplean un poco al azar, substituyéndose entre sí más o menos indiferentemente, lo que no puede sino aumentar la confusión del lector, quien, entre otras cosas, ya tiene suficientes dificultades para no extraviarse en la multitud de Ritos y de Ordenes existentes en la época en cuestión. No es nuestra intención insinuar que el mismo Vulliaud carezca de conocimientos precisos al respecto, por lo que preferimos ver, en este uso inexacto de la terminología técnica, una consecuencia casi necesaria de la actitud “profana” que se complace en adoptar, actitud que por otra parte no dejó de sorprendernos, ya que hasta ahora sólo en los ambientes universitarios y “oficiales” nos habíamos cruzado con personas que se vanaglorian de su condición de profanos, y no creemos que Vulliaud considere a tales ambientes mucho mejor de lo que lo hacemos nosotros.
Otra consecuencia de tal actitud se manifiesta en el tono irónico que Vulliaud se cree obligado a emplear casi constantemente, lo que resulta bastante fastidioso y que por otra parte corre el riesgo de sugerir una parcialidad de la que debería cuidarse todo historiador. Ya en el Joseph de Maistre, Francmaçon del mismo autor se daba un poco la misma impresión; nos preguntamos si sería tan difícil para un no-Masón (no decimos “un profano”) encarar cuestiones de este tipo sin acudir a un lenguaje polémico que más valdría confinar a aquellas publicaciones específicamente antimasónicas. Por lo que sabemos, la única excepción es Le Forestier, y es una verdadera lástima no hallar en Vulliaud otra excepción, cuando los estudios a que nos tiene acostumbrados deberían predisponer a una serenidad mayor.
Entiéndase bien. Todo esto no aminora en nada el valor y el interés de la abundante documentación publicada por Vulliaud, si bien no es tan inédita como él parece creer2. Al respecto no deja de asombrarnos que haya dedicado un capítulo a los “Sommeils”  ("Sueños") sin siquiera recordar que sobre el tema y con el mismo título ya existía un trabajo de Emile Dermenghem. Por el contrario, a nuestro parecer lo verdaderamente inédito son los extractos de los “cuadernos iniciáticos” transcritos por Louis-Claude de Saint-Martin: las extrañas características de los “cuadernos” generan muchos interrogantes nunca aclarados. Hace tiempo tuvimos ocasión de ver alguno de estos documentos: las extrañas e ininteligibles notas en que abundan nos dieron la impresión clara de que aquel “agente desconocido” a quien se atribuye la autoría, no es más que un sonámbulo (no decimos “médium” ya que sería un flagrante anacronismo). Por lo tanto serían el resultado de experiencias de igual tipo de aquellas de los “Sommeils” lo que disminuye notablemente su alcance “iniciático”. En todo caso, lo cierto es que todo esto nada tiene que ver con los “Elegidos Cohen”, quienes además en aquel momento, ya habían dejado de existir como  organización.  Agreguemos que tampoco se trata de cosas que directamente se refieran al Régimen Escocés Rectificado, pese a que en los “cuadernos” se hable repetidamente de la “Logia de la Beneficencia”. Para nosotros la verdad es que Willermoz y otros miembros de dicha logia, interesados en el magnetismo, habían creado entre ellos una especie de “grupo de estudios” como se diría hoy, al que otorgaron el nombre un poco ambicioso de “Sociedad de Iniciados”. No de otro modo podría explicarse este título que aparece en los documentos, y que claramente indica, por lo mismo de haberse catalogado como “sociedad”, que el grupo citado, si bien compuesto de Masones, no reunía como tal ningún carácter masónico. Actualmente sucede todavía con frecuencia que algunos Masones constituyan, con cualquier finalidad, lo que denominan un “grupo fraternal”, cuyas reuniones carecen de toda forma ritual. La “Sociedad de los Iniciados” debió de ser algo parecido; tal es, al menos, la única solución plausible que podemos aportar a tan obscura cuestión.
Pensamos que la documentación aportada sobre los Elegidos Cohen tiene otra importancia desde el punto de vista iniciático, a pesar de las lagunas que a este respecto siempre hubo en la enseñanza de Martines y que ya señalamos en nuestro último artículo. Vulliaud tiene toda la razón cuando insiste sobre el error de quienes creyeron que Martines fuera un kabalista. Todo lo que en él hay de inspiración indiscutiblemente judía no implica efectivamente ningún conocimiento de su parte de todo aquello que constituya lo que puede denominarse con propiedad como Kábbala, término que frecuentemente se usa con total despropósito. Por otro lado, la ortografía incorrecta y el estilo defectuoso de Martines, que Vulliaud subraya con una no poco excesiva complacencia, no prueba nada en contra de la realidad de sus conocimientos en un campo determinado.  No hay que confundir instrucción profana con saber iniciático: un iniciado de elevadísimo rango (lo que por cierto no fue Martines) puede a la vez ser completamente iletrado, lo que se comprueba frecuentemente en Oriente. Además, Vulliaud parece haberse esmerado en presentar al personaje enigmático y complejo que fue Martines bajo su aspecto más negativo; Le Forestier se ha mostrado sin duda mucho más imparcial; y, después de todo lo dicho, quedan muchos puntos sin aclararse.
La persistencia de tales puntos obscuros demuestra la dificultad de los estudios sobre este tipo de cosas, que parecen a veces haber sido embrolladas intencionalmente. Por ello debemos agradecer la contribución de Vulliaud, a pesar de haberse abstenido de formular conclusiones. Su trabajo al menos nos permite tener a mano una documentación nueva en gran parte y, en su conjunto, muy interesante3.
Por tanto, ya que su trabajo continuará, confiamos en que Vulliaud no se demore demasiado en bien de sus lectores, quienes sin duda encontrarán ahí muchas otras cosas curiosas y dignas de interés, y quizá el punto de partida para reflexiones que el autor, limitándose a su papel de historiador, no quiere expresar personalmente.




Publicado originalmente en “Voile d’Isis”, de enero de 1930, París.








[1] Es a una organización de este género a la que perteneció concretamente Leibnitz; hemos hablado en otra parte de la inspiración manifiestamente rosacruciana de algunas de sus concepciones, pero también hemos mostrado que no era posible considerarle sino como habiendo recibido una iniciación simplemente virtual, y por lo demás incompleta inclusive bajo el aspecto teórico (Ver Los principios del cálculo infinitesimal).
[2] Esta «leyenda» es en suma del mismo género que las demás «leyendas» iniciáticas a las que ya hemos hecho alusión precedentemente.
[3] Recordaremos aquí la alusión que hemos hecho más atrás al simbolismo iniciático del viaje; por lo demás, sobre todo en conexión con el hermetismo, hay muchos otros viajes, como los de Nicolás Flamel por ejemplo, que parecen tener ante todo una significación simbólica.
[4] De ahí el nombre de «Colegio de los Invisibles» dado algunas veces a la colectividad de los Rosa-Cruz.
[5] La fecha exacta de esta ruptura está marcada, en la historia exterior de Europa, por la conclusión de los tratados de Westfalia, que pusieron fin a lo que subsistía todavía de la «Cristiandad» medieval para sustituirla por una organización puramente «política» en el sentido moderno de esta palabra.
[6] Sería completamente inútil buscar determinar «geográficamente» el lugar de retiro de los Rosa-Cruz; de todas las aserciones que se encuentran sobre este punto, la más verdadera es ciertamente aquella según la cual se «retiraron al reino del Prestejuan», no siendo éste otra cosa, como lo hemos explicado en otro parte (El Rey del Mundo, pp. 13-15, ed. francesa), que una representación del centro espiritual supremo, donde se conservan efectivamente en estado latente, hasta el fin del ciclo actual, todas las formas tradicionales, que por una razón o por otra, han dejado de manifestarse en el exterior.
[7] Es muy dudoso que un Rosa-Cruz haya escrito nunca él mismo nada, y, en todo caso, no podría ser más que de una manera estrictamente anónima, puesto que su cualidad misma le impide presentarse entonces como un simple individuo que habla en su propio nombre.
[8] No carece de interés indicar que la palabra Ýûfî, por el valor de las letras que lo componen, equivale numéricamente a el-hikmah el-ilahiyah, es decir, «la sabiduría divina». — La diferencia del Rosa-Cruz y del Ýûfî corresponde exactamente a la que existe, en el Taoísmo, entre el «hombre verdadero» y el «hombre transcendente».
[9] Por lo demás, en árabe, ese es uno de los sentidos de la palabra sirr, «secreto», en el empleo particular que hace de ella la terminología «técnica» del esoterismo.
[10] Ello fue así verosímilmente, en el siglo XVIII, para organizaciones tales como la que se conoció bajo el nombre de «Rosa-Cruz de Oro».
[11] Ver la exposición que hemos hecho de ello en El Simbolismo de la Cruz.
[12] Hemos explicado más ampliamente esta representación en El esoterismo de Dante.
[13] En la tradición islámica, los estados en los que terminan respectivamente los «misterios menores» y los «misterios mayores» se designan como el «hombre primordial» (el-insân el-qâdim) y el «hombre universal» (el-insân el-kâmil); estos dos términos corresponden así propiamente al «hombre verdadero» y al «hombre transcendente» del Taoísmo, que ya hemos recordado en una nota precedente.
[14] Ver Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. VIII. — Este texto es el pasaje en el que Dante, al final de su tratado De Monarchia, define las atribuciones respectivas del Papa y del Emperador, que representan la plenitud de estas dos funciones en la constitución de la «Cristiandad».
[15] Las funciones sacerdotal y real conllevan el conjunto de las aplicaciones cuyos principios son proporcionados respectivamente por las iniciaciones correspondientes, de donde el empleo de las expresiones de «arte sacerdotal» y de «arte real» para designar estas aplicaciones.
[16] Sobre este punto, ver también Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. II.
[17] Ver El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. VIII.
[18] En occidente, es en la Caballería donde se encontraban, en la edad media, las formas de iniciación propias de los kshatriyas, o a lo que debe ser considerado como el equivalente más exacto posible de éstos.
[19] Es lo que explica, para limitarnos a dar aquí un solo ejemplo característico, que una expresión como la de «arte real» haya podido ser empleada y conservada hasta nuestros días por una organización como la Masonería, ligada por sus orígenes al ejercicio de un oficio.
[20] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXVIII.
[21] Es lo que la terminología budista llama anâgamî, es decir, «el que no retorna» a un estado de manifestación individual.
[22] Cf. Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. I.
[23] Cf. Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. III.
[24] Para evitar todo equívoco posible, debemos precisar que sería completamente erróneo suponer, según lo que hemos dicho de la correspondencia respectiva de las dos iniciaciones con los «misterios mayores» y los «misterios menores», que la iniciación sacerdotal no conlleva el paso por los «misterios menores»; la verdad es que este paso puede efectuarse mucho más rápidamente en parecido caso, en razón de que los brâhmanes, por su naturaleza, son llevados más directamente al conocimiento principial, y de que, por consiguiente, no tienen necesidad de retrasarse en un desarrollo detallado de posibilidades contingentes, de suerte que los «misterios menores» pueden reducirse para ellos al mínimo, es decir, únicamente a eso que constituye lo esencial de ellos y que apunta inmediatamente a la obtención del «estado primordial».
[25] No hay que decir que, en todo esto, entendemos estos términos en el sentido más general, como designando las iniciaciones que convienen respectivamente a la naturaleza de los kshatriyas y a la de los brâhmanes, ya que, en lo que se refiere al ejercicio de las funciones correspondientes en el orden social, la consagración de los reyes y la ordenación sacerdotal no representan más que «exteriorizaciones», como ya lo hemos dicho más atrás, es decir, que no dependen más que del orden exotérico y no implican ninguna iniciación, aunque sea simplemente virtual.
[26] A este respecto, se podría recordar concretamente la existencia de grados «caballerescos» entre los altos grados que se han superpuesto a la Masonería propiamente dicha; cualquiera que pueda ser de hecho su origen histórico más o menos antiguo, cuestión sobre la que siempre sería posible discutir indefinidamente sin llegar nunca a ninguna solución precisa, el principio mismo de su existencia no puede explicarse realmente más que por eso, y es todo lo que importa desde el punto de vista donde nos colocamos al presente.
[27] Las manifestaciones de este género parecen haber tenido su mayor extensión en la época del Renacimiento, pero, aún en nuestros días, están muy lejos de haber cesado, aunque tengan generalmente un carácter muy oculto y aunque sean completamente ignoradas, no sólo por el «gran público», sino incluso por la mayoría de aquellos que pretenden hacerse una especialidad del estudio de lo que se ha convenido llamar vagamente las «sociedades secretas».
[28] Es menester agregar que estas iniciaciones inferiores y desviadas son, naturalmente, aquellas que son presa más fácilmente de la acción de influencias que emanan de la contrainiciación; recordaremos a este propósito lo que hemos dicho en otra parte sobre la utilización de todo aquello que presenta un carácter de «residuos» en vista de una obra de subversión (Ver El reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXVI y XXVII).
[29] Sobre este tema, ver concretamente el Vishnu-Purâna.
[30] Ver Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. VII.
[31] Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. VII.
[32] Ver El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XX y XXIII.
[33] Esto hay que relacionarlo también con lo que hemos dicho de las relaciones que tuvo el Rosacrucianismo, en su origen mismo, con el esoterismo islámico.
[34] Esta palabra es árabe en su forma, pero no en su raíz; deriva verosímilmente del nombre de Kêmi o «Tierra negra» dado al antiguo Egipto, lo que indica todavía el origen de que se trata.
[35] La significación del término Qabbalah es exactamente la misma que la de la palabra «tradición»; pero, puesto que esta palabra es hebraica, no hay ninguna razón, cuando se emplea otra lengua diferente del hebreo, para aplicarla a otras formas tradicionales que aquella a la que pertenece en propiedad, y eso no podría más que dar lugar a confusiones. Del mismo modo, la palabra Taçawwuf, en árabe, puede tomarse para designar todo aquello que tiene un carácter esotérico e iniciático, en cualquier forma tradicional que sea; pero, cuando uno se sirve de una lengua diferente, conviene reservarle para la forma islámica a la que pertenece por su origen.
[36] Notamos desde ahora, que es menester no confundir o identificar pura y simplemente alquimia y hermetismo; hablando propiamente, el hermetismo es una doctrina, y la alquimia es solo una aplicación suya.
[37] Cf. Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. II.
[38] El punto de vista cosmológico comprende también, bien entendido, el conocimiento de la manifestación corporal, pero la considera sobre todo en tanto que se vincula a la manifestación sutil como a su principio inmediato, en lo cual difiere enteramente del punto de vista profano de la física moderna.
[39] En efecto, una tal transposición es posible siempre, desde que el lazo con un principio superior y verdaderamente transcendente no está roto, y hemos dicho que la «Gran Obra» hermética misma puede ser considerada como una representación del proceso iniciático en su conjunto; únicamente, entonces ya no se trata del hermetismo en sí mismo, sino más bien en tanto que puede servir de base a algo de un orden diferente, de una manera análoga a aquella en la que el esoterismo tradicional mismo puede ser tomado como base de una forma iniciática.
[40] No hay que decir que aquí tomamos esta palabra en su sentido antiguo y estrictamente etimológico.
[41] Tales circunstancia se han presentado concretamente, en occidente, en la época que marca el paso de la edad media a los tiempos modernos, y es lo que explica la aparición y la difusión, que señalábamos más atrás, de algunas desviaciones de este género durante el periodo del Renacimiento.
[42] Hemos dicho que el «arte real» es propiamente la aplicación de la iniciación correspondiente; pero la alquimia tiene en efecto el carácter de una aplicación de la doctrina, y los medios de la iniciación, si se consideran colocándose en un punto de vista en cierto modo «descendente», son evidentemente una aplicación de su principio mismo, mientras que inversamente, desde el punto de vista «ascendente», son el «soporte» que permite acceder a éste.
[43] En relación a la alquimia, esta «hiperquímica» es casi lo que es la astrología moderna, llamada «científica», en relación a la verdadera astrología tradicional (cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. X).
[44] Existen todavía acá y allá pseudoalquimistas de todo tipo, y hemos conocido a algunos, tanto en oriente como en occidente; ¡pero podemos asegurar que nunca hemos encontrado a ninguno que haya obtenido resultados cualesquiera, por pocos que fueran, en relación con la suma prodigiosa de esfuerzos dispensados en investigaciones que acababan por absorber toda su vida!
[45] Existe concretamente un tratado de El-Ghazâli que lleva este título.
[46] A este propósito, recordamos que los resultados prácticos obtenidos por las ciencias profanas no justifican ni legitiman de ninguna manera el punto de vista mismo de estas ciencias, como tampoco prueban el valor de las teorías formuladas por éstas, con las que no tienen en realidad más que una relación puramente «ocasional».
[47] Aquí se puede emplear sin abuso esta palabra de «poderes», porque se trata de consecuencias de un estado interior adquirido por el ser.
[48] Se encuentran en la tradición islámica ejemplos muy claros de lo que indicamos aquí: así, Seyidnâ Alî tenía, se dice, un conocimiento perfecto de la alquimia bajo todos sus aspectos, comprendido el que se refiere a la producción de efectos exteriores tales como las transmutaciones metálicas, pero rehusó siempre a hacer el menor uso de ellos. Por otra parte, se cuenta que Seyidi Abul-Hassan Esh-Shâdili, durante su estancia en Alejandría, transmutó en oro, a petición del sultán de Egipto que tenía entonces una urgente necesidad de él, una gran cantidad de metales vulgares; pero lo hizo sin tener que recurrir a ninguna operación de alquimia material ni a ningún medio de orden psíquico, y únicamente por el efecto de su barakak o influencia espiritual.
[49] El-insânu ramzul-wujûd.
[50] Es el hadîth que ya hemos citado precedentemente: Man arafa nafsahu faqad arafa Rabbahu.
[51] San Juan es considerado frecuentemente como el jefe de la Iglesia interior, y, según ciertas concepciones de las que encontramos aquí un indicio, se quiere de este modo oponerle a San Pedro, jefe de la Iglesia exterior; la verdad es más bien que su autoridad no se aplica al mismo dominio.

[52] Este pasaje de Éliphas Lévi, como muchos otros (sacados sobre todo del Dogme et Rituel de la Haute Magie), ha sido reproducido textualmente, sin indicación de proveniencia, por Albert Pike en su Morals and Dogma of Freemasonry, p. 822; por lo demás, el título mismo de esta obra está visiblemente imitado del de Éliphas Lévi.

[53] Ch.-M Limousin. La Kabbale littérale occidentale.

[54] La palabra «Kabbala» misma significa «tradición» en hebreo, y, si no se escribe en esa lengua, no hay ninguna razón en emplearla para designar toda tradición indistintamente.
[55] Es menester decir que, según testimonios contemporáneos, Dante mantuvo relaciones sostenidas con un judío muy instruido, y poeta también, Immanuel ben Salomon ben Jekuthiel (1270-1330); pero por ello no es menos verdad que no vemos ninguna huella de elementos específicamente judaicos en la Divina Comedia, mientras que Immanuel se inspiró en ésta para una de sus obras, a pesar de la opinión contraria de Israel Zangwill, que la comparación de las fechas hace enteramente insostenible.

[56] Esta opinión ha sido efectivamente emitida por Reuchlin.

[57] Se puede decir lo mismo, en el siglo XVI, de las obras de Rabelais, que encierran también una significación esotérica que podría ser interesante estudiar de cerca.

[58] Éliphas Lévi, Histoire de la Magie, 1860, pp. 359-360. — Importa precisar también a este propósito que existe una suerte de adaptación italiana del Roman de la Rose, titulada Il Fiore, cuyo autor, «Ser Durante Fiorentino», parece no ser otro que Dante mismo; el verdadero nombre de éste era en efecto Durante, del que Dante no es más que una forma abreviada.
[59] Histoire de France, t. III, pp. 398-399.

[60] El Templario suabo Wolfram d´Eschenbach, autor de Parzival, e imitador del benedictino satírico Guyot de Provins, que él mismo designa bajo el nombre singularmente deformado de «Kyot de Provence».

[61] Henri Martin agrega aquí en nota: «Perceval acabó por transferir el Grial y reedificar el templo en la India, y es el Preste Juan, ese jefe fantástico de una cristiandad oriental imaginaria, que heredó la custodia del Santo Vaso».

[62] Tocamos aquí un punto muy importante, pero que no podríamos tratar sin salirnos mucho de nuestro tema: hay una relación muy estrecha entre el simbolismo mismo del Grial y el «centro común» al que Henri Martin hace alusión, aunque sin que parezca suponer su realidad profunda, como tampoco comprende evidentemente lo que simboliza, en el mismo orden de ideas, la designación del Preste Juan y de su reino misterioso.
[63] Estos términos están tomados al lenguaje del esoterismo islámico, que es particularmente preciso sobre este punto. — En el mundo occidental, el símbolo de la «Rosa-Cruz» ha tenido exactamente el mismo sentido, antes de que la incomprensión moderna no diera lugar a toda suerte de interpretaciones bizarras o insignificantes; la significación de la rosa será explicada más adelante.
[64] «Cuando el hombre, en el “grado universal”, se exalta hacia lo sublime, cuando surgen en él los otros grados (estados no humanos) en perfecta expansión, él es el “Hombre Universal”. Tanto la exaltación como la amplitud han alcanzado su plenitud en el Profeta (que así es idéntico al “Hombre Universal”)» (Epístola sobre la Manifestación del Profeta, por el Sheikh Mohammed ibn Fadlallah El-Hindi). — Esto permite comprender esta palabra que fue pronunciada, hace una veintena de años, por un personaje que ocupaba entonces en el islam, incluso bajo el simple punto de vista exotérico, un rango muy elevado: «Si los cristianos tienen el signo de la cruz, los musulmanes tienen su doctrina». Añadiremos que, en el orden esotérico, la relación del «Hombre Universal» con el Verbo por una parte, y con el Profeta por otra no deja subsistir, en cuanto al fondo mismo de la doctrina, ninguna divergencia real entre el cristianismo y el islam, entendidos uno y otro en su verdadera significación. — Parece que la concepción del Vohu-Mana, en los antiguos persas, haya correspondido también a la del «Hombre Universal».
[65] Sobre este punto, ver los últimos capítulos de El Hombre y su devenir según el Vêdânta.
[66] Este número, que es 66, se da por la suma de los valores numéricos de las letras que forman los nombres Adam wa Hawâ. Según el Génesis hebraico, el hombre, «creado macho y hembra», es decir, en un estado androgínico, es «a la imagen de Dios»; y, según la tradición islámica, Allah ordenó a los ángeles adorar al hombre (Qorân, II, 34; XVII, 61; XVIII, 50). El estado androgínico original es el estado humano completo, en el que los complementarios, en lugar de oponerse, se equilibran perfectamente; tendremos que volver sobre este punto después. Aquí agregaremos solamente, que, en la tradición hindú, una expresión de este estado se encuentra contenida simbólicamente en la palabra Hamsa, donde los dos polos complementarios del ser están, además, puestos en correspondencia con las dos fases de la respiración, que representan las de la manifestación universal.
[67] Los dos estados que indicamos aquí en la realización de la «Identidad Suprema» corresponden a la distinción que ya hemos hecho en otra parte entre lo que podemos llamar la «inmortalidad efectiva» y la «inmortalidad virtual» (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, XVIII).
[68] Ya hemos tenido la ocasión de señalar que Leibnitz, diferente en eso de los demás filósofos modernos, había recibido algunos datos tradicionales, por lo demás bastante elementales e incompletos, y que, a juzgar por el uso que hace de ellos, no parece haber comprendido siempre perfectamente.
[69] Otro defecto capital de la concepción de Leibnitz, defecto que, por lo demás, está quizás ligado más o menos estrechamente a éste, es la introducción del punto de vista moral en consideraciones de orden universal donde no tiene nada que hacer, por el «principio de lo mejor», principio del que este filósofo ha pretendido hacer la «razón suficiente» de toda existencia. Agregaremos todavía, a este propósito, que la distinción de lo posible y de lo real, tal como Leibnitz quiere establecerla, no podría tener ningún valor metafísico, ya que todo lo que es posible es por eso mismo real según su modo propio.
1 “Bibliotheque des Initiations modernes”, de. E. Nourry.

2 Por ejemplo, las cinco “instrucciones” a los Elegidos Cohen reproducidas en el cap. IX, ya habían sido publicadas en 1914 en “France Antimaçonique”. Asignemos a cada uno lo que propiamente le pertenece.
3 De pasada indiquemos un error histórico que es en verdad demasiado grueso como para atribuirlo a un simple descuido: Vulliaud escribe que “Albéric Thomas, en oposición a Papus, fundó con otras personas el Rito de Misraim” (nota de pág. 42).  Ahora bien, tal rito se fundó en Italia hacia 1805, y fue introducido por  los hermanos Bédarride en Francia en el año 1812.

No hay comentarios:

Publicar un comentario